Miguel de Unamuno en la comarca de Las Hurdes
EN 1913 MIGUEL DE UNAMUNO RECORRIÓ LAS HURDES CON LOS INVESTIGADORES FRANCESES MAURICE LEGENDRE Y JACQUES CHEVALIER, ACOMPAÑADOS POR TÍO IGNACIO DE LA ALBERCA. MÁS TARDE, LO RELATÓ EN SU OBRA ‘ANDANZAS Y VISIONES ESPAÑOLAS’
1.- La invitación de Maurice Legendre
2.- En Casar de Palomero
3.- Remanso de paz a medias
4.- Un agua demasiado pura
5.- Rechazo del sensacionalismo
6.- Hacia Salamanca
7.- Maurice Legendre
8.- Jacques Chevalier.
9.- Tío Ignacio
10.- Jean-Baptiste Bide
1.- LA INVITACIÓN DE MAURICE LEGENDRE
En 1913, Miguel de Unamuno realizó el viaje a Las Hurdes que hacía tiempo le debía. Aquella zona pertenecía al distrito universitario de Salamanca y, sin embargo, siendo Rector y delegado de Educación en las provincias de Salamanca, Ávila, Zamora y Cáceres, desconocía la peculiar idiosincrasia de aquellas tierras. La ocasión se la brindó Maurice Legendre, con quien lo había proyectado dos años antes con ocasión de un encuentro en la Peña de Francia.
El día 25 de julio, Unamuno recibe la comunicación de Legendre invitándole a acompañarle en la expedición. Unamuno no dudó un instante e inmediatamente dispuso los preparativos. Establecen Béjar como lugar de cita y partida. Allí, Legendre le aguardaba con Jacques Chevalier, profesor de enseñanza secundaria de Lyon, y con tío Ignacio, un arriero de La Alberca. que con dos mulas les hizo de guía. Unamuno se hospedó en la Fonda España con sus dos amigos franceses. El día 30 por la mañana realizan una visita a Candelario y, por la tarde, parten para su sugerente destino. Antes, el fondista, Venancio Rodríguez, les proveyó de viandas suficientes, advirtiéndoles: “Miren ustedes que allí no hay nada, ni pan”. A lo que Unamuno le sugirió: “Pero algo comerá allí la gente”. “Sí, patatas asadas entre dos piedras”, le contestó Venancio.
El día 1 de agosto llegan a Aldeanueva del Camino para realizar la primera etapa hasta Casar de Palomero, punto inicial que les abrirá la puerta de Las Hurdes. En Aldeanueva cambiaron sus zapatos por unas alpargatas apropiadas para el terreno y parten a pie. El sol, que era de justicia, castigaba. Legendre cuenta asombrado que Unamuno no modificó su habitual atuendo de ropa oscura, chaleco de pastor protestante y pequeño sombrero negro, lo que usaba todo el año. Pronto se le puso la cara roja.
El Rector iba anotando en su diario de viajes cuanto observaba, las fuentes y arroyos de agua cristalina en donde bebían, los paisajes que le recuerdan al poeta Gabriel y Galán que cantó aquellas tierras como una alondra. También nos dice que llevaban un fusil para defenderse de animales y las provisiones que Venancio les había suministrado y portaban en las alforjas: pan, queso, chorizo, azúcar y chocolate (¡chocolate en aquella solana!)
Saliendo de Aldeanueva en dirección a Plasencia, se desvían en el cruce de Abadía y la atraviesan, dejando el palacio de la Casa de Alba a un lado. Continúan por Granadilla, pasando junto a su castillo, que también fue de los Alba. Tras Mohedas y el Puerto del Gamo, caminan por entre olivos y castaños entremezclados hasta alcanzar Casar de Palomero, que Unamuno identifica con una “las dos Cortes del territorio”. Ésta contaba con las localidades de Pinofranqueado y Nuñomoral. La otra, de hecho, pertenecía a La Alberca salmantina. Llegan ya anochecido y allí pernoctan.
2.- EN CASAR DE PALOMERO
En Casar de Palomero, Unamuno ya empieza a sentirse «lejos del mundo bullanguero, siguiendo lo que dice el agua que canta al pie de las montañas peladas, vestidas no más que de brezo, helecho y matorrales bajos”. Observa que el pueblo mantiene una fisonomía serrana, con grandes balcones para tomar el fresco, que le hace exclamar: “Buen pueblo en El Casar, atractivo para quien ama el retiro y el retiro de la paz… ¡Adiós el mundo de los periódicos y de la política! Por unos días no habríamos de saber nada de él”.
Allí encuentra a Feliciano Abad Alonso, maestro nacional e inspector escolar, un hurdanófilo “en estado puro”, como gustaba decir don Miguel, e impulsor de la Sociedad Esperanza de las Hurdes. Anteriormente, Abad ya había ayudado al doctor Fritz Krueger, de la Universidad de Hamburgo, que estudiaba las peculiaridades dialécticas de Las Hurdes. En su compañía el Rector recorrió la localidad, visitó la iglesia y le sorprendió que tuviera dos “fábricas de luz” y dos médicos, que “no es ninguna bendición cuando basta y acaso sobra uno, y esa dualidad es fuente de disensiones y partidos”. ¿Cuál de los dos médicos era el mejor? Departe con las gentes del pueblo y se encuentra con jóvenes que le reconocen porque habían estudiado en Salamanca. Una agradable sorpresa.
3.- REMANSO DE PAZ A MEDIAS
Por la mañana temprano, Feliciano Abad acompañó a los cuatro ilustres visitantes hasta Pinofranqueado, donde comieron. Allí el maestro les dibujó un plano de la comarca que hoy guarda la Casa Museo de Unamuno en Salamanca, según el cual Las Hurdes está formada por tres hondos valles paralelos correspondientes a los ríos Esperabán, Malvellido y Hurdano, y les entregó una carta para el secretario municipal, Juan Pérez Martín, que en esos momentos no se hallaba en el pueblo.
Unamuno se sintió muy complacido por la acogida que habían tenido en Casar de Palomero y por parte de Feliciano Abad, que pocos años después sería trasladado a Candeleda. Sin embargo, tuvo una objeción: “Retiro de paz y remanso he llamado al Casar y es así. Pero sería más si los perros dejaran dormir de noche. Toda la noche fue una lamentable sinfonía (es un decir también) de ladridos. A ratos estuve por asomarme al balcón a gritar ¡que maten a ese perro! Pero no era uno solo, no. Parecía alejarse, perderse en el otro extremo del pueblo, pero volvía al punto. Sólo al romper la mañana cuando los gallos cantan, callaron los perros. Había ya otros voceadores que nos desvelaron”.
4.- UN AGUA DEMASIADO PURA
Los cuatro caminantes encuentran al secretario de Pinofranqueado camino de Las Erías, quien de inmediato “se puso a nuestra disposición y volvió con nosotros”. Juan Pérez Martín era otro hurdanófilo, un liberal que, como Unamuno, también resultó expedientado por el gobierno del general Primo de Rivera, siendo desterrado de su pueblo sin que pudiera regresar hasta que se proclamó la República. Unamuno consideraba que fue el mejor informante de Legendre.
Pérez Martín hizo saber al Rector que el principal benefactor de Las Hurdes había sido el salmantino Francisco Jarrín Moro, Obispo de Plasencia, cuya mitra había conseguido tras ser chantre de la catedral de Salamanca y haber pasado antes por Peñaranda de Bracamonte, donde fundó el colegio San Miguel de segunda enseñanza, y haber dado clases de Psicología en el de Ávila, una personalidad cuya labor era desconocida para Unamuno. Éste mantuvo una intensa correspondencia con Pérez Martín a partir de entonces.
Posteriormente, los viandantes continúan por el camino que les marca el río Esperabán: “Seguíamos entre esguinces y rodeos, buscándole las vueltas a los tesos”. Comienzan a ver a distancia la miseria de las alquerías, como La Muela y El Robledo, que cruzaron sin detenerse. Así lo narraba Unamuno: “Pasé junto a una casa de piedras apiladas, tejados de pizarra, sin más hueco que el de la puerta de entrada. Empezaba la visión de la miseria”. Indica que hasta el momento no había tenido necesidad de gastar sus propios víveres porque eran agasajados allí donde se detenían: “en efecto, la gente, aunque sea mal, no tan mal como dice la leyenda, come, y quién allá va, puede comer también”, señalaba.
Llegaron a Las Erías a la puesta del sol, a la hora en que retornaban las cabras del monte. Unamuno durmió en la casa del maestro que la Diputación de Cáceres había enviado a la alquería, “un heroico ciudadano por la lucha que llevaba a cabo por aquellos parajes, tan dura y ardua como la de los propios hurdanos”. En ese poblado vivió “su primera noche verdaderamente hurdana”. Y añadía: “Nos sentamos a tomar el fresco y contemplar el cielo limpidísimo en una de aquellas callejuelas escabrosas, junto a corralillos enanos… ¡Hay que ver lo heroicamente que han trabajado aquellos pobres hurdanos para arrancar un misérrimo sustento a una tierra ingrata!”.
Ven lo más característico de las Hurdes profundas, el enanismo, el cretinismo, numerosas personas con bocio, lo que Unamuno atribuye “a la pureza casi pluscuamperfecta de las aguas, a que las beben purísimas, casi destiladas, recién salidas de la nevera, sin sales, sobre todo, sin yodo, que es el elemento que, por el tiroides, regula el crecimiento del cuerpo y la depuración del cerebro”.
Por la mañana, Unamuno recoge las quejas del vecindario y observa sus escasos medios de vida: “Todo ese rudo combate con la naturaleza madrastra… Un muro de contención para sostener un solo olivo, una sola pobre cepa de vid; corralillos en los que se trae el agua de lejos y que hay que rehacer a cada momento; huertecillos enanos, minúsculos, cercados, que parecen de juguete infantil que hacen solos, sin ayuda de bestias, llevando a cuestas las piedras de la cerca o del bancal, transportando a propio lomo, por senderos de cabras o entre pedregales sus cargas de leña o el haz de helecho para la cama. Rico, riquísimo el que posee un borrico entero en uno de los pueblos más pobres. Nos contaron que había veces en que al casar un padre a su hija le daba de dote la pata de un asno, o sea, el poder disponer de él cuatro días, alimentándolo entonces. Y el novio iba la víspera de la boda al monte a recoger helechos para la cama nupcial, la del rejollijo”.
En Las Erías el sol no duraba más de cinco horas en invierno, de nueve a dos. Pero más arriba, en otra alquería mucho más miserable, colgada en las abruptas cuestas de un sombrío repliegue de la montaña, apenas si hay sol.
5.- RECHAZO DEL SENSACIONALISMO
Amaneciendo partieron hacia Horcajo. Desde unos altos vieron los tejados de las casucas bien apretadas unas a otras, como una roca en pedazos. Era un fenómeno de mimetismo. Sus moradores intentaban confundir sus viviendas con las rocas. En este pueblo Unamuno se sorprende por la belleza de las flores, el gran culto que en Extremadura se da a las macetas plagadas de vivos colores. A partir de ahí, dice que se topan con los peores poblados del barranco central: El Gasco, Fragosa y Martilandrán.
Antes de entrar en El Gasco, se bañaron en el río Malvellido, “entre peñascos, que lo que allí falta es la tierra”, y comieron plácidamente a la sombra de unos castaños. Luego, pasaron por una callejuela entre aquellos hombres ceñudos. Unamuno se asomó a la puerta de un casuco y vio “la hórrida y sucia negrura de aquella zahurda”. Oyó las quejas de sus moradores: “¡Por aquí debería venir el Rey para ver lo que comemos!, decía una mujer que si no era vieja lo parecía”. (De hecho, Alfonso XIII se vio obligado a hacer el mismo recorrido nueve años después).
Por un intrincado sendero llegaron a Fragosa. El campo era trozos de tierras mínimas en bancales insólitos, verdaderas obras de sillería artística. Es tierra sin tierra, sólo piedra. Carece de zona cultivable. Es un pizarral. La pizarra lo cubre y recubre todo. La tierra se sube desde los valles profundos para rellenar aquellos bancales pedregosos, formados con la que quitaban a pico y pala de no se sabe dónde, traída en sacos para plantar un solo árbol. Una escalada inverosímil por aquellas abruptas laderas.
En la merienda, varios de sus habitantes se acercaron al ver el humo que producían. Unamuno embobaba a los chiquillos con sus dibujos. “Un chicuelo hizo gala de su conocimiento en lectura. Y un mozo, ya hombre, fuerte, limpio, garboso, de nombre Bernardo, nos mostró lo claro y vivo de su inteligencia. Aquel pobre hurdano ansiaba conocer las lenguas de los distintos reinos (nos oyó hablar en francés), correr tierras, ver mundo, salir de las fragosidades de Fragosa”. No ignoraba que “para ir a Roma por tierra hay que pasar por Francia. Más que seguro, que si sale volverá a su pobre Fragosa, a la miserable alquería tan heroicamente arrancada a los furores de la madrastra”.
Por Martilandrán pasaron sin entrar. Unamuno no quería ahondar en la miseria y ver convertida la leyenda en realidad: “¿Para qué habíamos de entrar en una más de esas miserables mazorcas de tugurios? ¿A qué conduce aumentar el espectáculo de la miseria? Además, no íbamos a hacer estadística, ni menos sociología. Y Dios libre a las Hurdes de que caiga en ellas un sociólogo”. Y añadía: “Quien quiera conocer las Hurdes, que lea a Jean-Baptiste Bide y a Rafael Blanco Belmonte”.
Unamuno se limita a “tomar notas de un curioso excursionista”, y añadía: “Difícilmente se encontrará otra comarca más a propósito para estudiar geografía viva, dinámica, la acción erosiva de las aguas, la formación de los arribes, hoces y encañadas. Y una maravilla de espectáculo a la vista, ya desde los altos se dominan las hondonadas y el vasto oleaje petrificado de las líneas de las cumbres. Ya desde los barrancos se cree uno encerrado lejos de los vivos que leen y escriben».
La actitud de Unamuno será la opuesta a la que años después tendría el cineasta Luis Buñuel, pretendiendo consagrarse con una obra de arte cinematográfica exhibiendo la miseria de los hurdanos en las salas de Paris. Aquella marginación existía en cualquier provincia española. Era 1964 cuando el berciano Ramón Carnicer escribió la obra Donde Las Hurdes se llaman Cabrera, la crónica de un viaje realizado por aquella comarca leonesa. Recuerda a una mujer que subida en un carro le exclamó: “Vivimos como los animales del monte, a ver si se acuerdan de nosotros”.
Siguiendo el río Malvellido, alcanzan la localidad de Nuñomoral, donde atisban “viviendas deplorables; pero junto a ellas se alzan algunas excelentes casas modernas”, como la de Patricio Segur, vocal de la mencionada Sociedad Hurdanófila fundada por el Obispo Jarrín, que les acogió en su casa para pasar la noche, un buen edificio comparable al de cualquier pueblo fuera de Las Hurdes.
Retoman el curso de otro río, esta vez, el Hurdano, para dirigirse a Asegur. En esta alquería, Unamuno se asomó a una vivienda de alguien de los que se decía que era de los más ricos del pueblo: “aquella visión cortaba el respiro”, comentó afligido. Observaron numerosos manchones en el campo por la quema de los brezos, según decían, para que naciera más lozano. También advirtieron muchos pinares chamuscados, curiosamente, los del concejo, porque los de particulares raramente ardían. En Casares son recibidos por Santiago Pascual Martín, el secretario municipal y maestro de Huetre, quien les ofrece un almuerzo y “una siesta restauradora”.
Prosiguiendo la ruta, los mulos veían arbustos frescos y se paraban a mordisquearlos, lo que impacientaba al tío Ignacio. Descendieron el llamado “balcón de las Hurdes” desde donde en la hondonada se divisaba Riomalo de Arriba y el río Ladrillar que se entrevé por entre los montes. Desde la altura, aquel poblado se asemejaba por sus tejados de pizarra a un grupo de caparazones de tortugas prehistóricas. En las casas no se diferenciaban las viviendas de las dependencias de los animales. Rara era la casa en que existía algún tabique de separación. Cuando se aproximaban, una chicuela salió disparada de un huertecillo, saltando de risco en risco, como una cervatilla. Sólo había una callejuela principal, que las parras sombreaban de uno y otro lado, a la que todos sus habitantes salían a saludar el paso de Unamuno y sus tres compañeros sin saber muy bien quienes eran. A muchos se les veía sentados en la puerta pálidos, prematuramente envejecidos, enfermos crónicos. Trabajaban poco porque no había donde y se convertían en mendigos.
Guiados por el curso del río Ladrillar, llegan a al municipio que le da nombre. Allí ya comprueban que hay algunos pequeños propietarios de tierras compradas a los albercanos por emigrantes retornados de la construcción del Canal de Panamá. Unamuno escucha las lamentaciones de uno de ellos: “Estoy harto de oír tanto repetir que era esta la peor tierra. Eso no es así, puesto que yo he recorrido mundo, habiendo estado en el Canal de Panamá, en Brasil, Martinica, Jamaica… muchas tierras peores”. Unamuno le preguntó: “¿Pero esas tierras están habitadas?” y el mozo dijo: “No, señor, porque no las cultivan”. A lo que el Rector le contestó: “Esa es la diferencia, que allí no se empeñan en habitar y cultivar lo que no lo merece”.
Y éste fue el momento en el que Miguel de Unamuno se dio cuenta de por qué los hurdanos, aunque salieran, siempre acababan por volver a su agreste tierra. No querían ser jornaleros ni mendigos. “Esos heroicos hurdanos se apegan a su tierra; porque es suya en propiedad; casi todos son propietarios. Cada cual tiene lo suyo. Y prefieren malvivir, penar, arrastrar una miserable existencia en lo que es suyo, antes que bandearse más a sus anchas teniendo que depender de un amo y pagar una renta. Y luego es suya porque la tierra la han hecho ellos, es su tierra hija, una tierra de cultivo que han arrancado, entre sudores heroicos, a las garras de la madrasta naturaleza”.
Tras el largo día, hacen parada en Cabezo, donde les ocurren algunas anécdotas, como la de un paisano que les quiso vender un loro o la de un emigrante que acudió a ellos para que le tradujeran una carta en inglés que había recibido de Panamá. Unamuno escribió en su diario sin ningún recato: “Noche en buena cama por mi parte, pues mis compañeros durmieron al sereno, en el porche de la iglesia. Yo en buena cama, en un cuarto limpio decorado con cuadros” (Así sucedió en las cuatro noches hurdanas).
6.- HACIA SALAMANCA
Finalmente, los cuatro viajeros arriban a la última localidad de Las Hurdes, Las Mestas, cuya situación en las faldas de la Sierra de Francia le proporciona un aspecto de frondosidad muy diferente al que dejaron atrás. Unamuno exclama al verlo: “un pueblo que ni pintado por un pintor”. Allí, el río Ladrillar produce “bañeras naturales” entre las rocas, con sus aguas limpias y frescas a la sombra de los árboles. En las calles abundaban las parras y los cipreses en los alrededores. A ojos de don Miguel, la transformación de la comarca empezaba a hacerse palpable en lugares como Pinofranqueado, Nuñomoral y Las Mestas, pero era mucha la labor pendiente.
Abandonan Las Hurdes y se adentran en Las Batuecas por entre verdes arboledas. Unamuno llamó “jardín botánico abandonado” a aquel hermoso paraje. Allí, Legendre le recuerda que Madame de Genlis había escrito Les Battuecas, un valle feliz. Y que George Sand había leído esta obra de niña quedándose impresionada toda su vida.
Tras ascender al alto de Portillo, los cuatro viajeros vuelven a la provincia de Salamanca y duermen en La Alberca, esta vez, cada uno en una cama. El día 6 de agosto suben a la Peña de Francia “a pernoctar al aire, el sol y la paz de aquella cumbre de paz y sosiego. ¿Qué mejor que la cumbre de la Peña de Francia para descansar de las visiones de miseria de los barrancos hurdanos, para digerirlos más bien?”.
Unamuno, Legendre y Chevalier participan en la liturgia con los dominicos. El Rector perfiló algunos de los primeros versos de su Cristo de Velázquez, que leyó a sus compañeros. En la Peña permanecieron tres días, hasta que el 10 de agosto toman un automóvil hasta la estación de ferrocarril de La Fuente de San Esteban, donde suben a un tren que les conduciría a Salamanca.
El viaje, que había durado seis días, cuatro de ellos en territorio hurdano, creó entre ellos una amistad firme y duradera. Don Miguel dio a conocer sus pormenores en cuatro artículos que aquel año escribió en Los Lunes del Imparcial y en un capítulo dedicado sobre aquellas jornadas en su obra Andanzas y Visiones Españolas en 1922. Todo ello, basado en el Diario del Viaje a las Hurdes que conserva la Casa Museo de Unamuno en Salamanca.
7.- MAURICE LEGENDRE
En 1909, Maurice Legendre participaba en unas jornadas de la Unión de Estudiantes de Toulouse en Burgos cuando conoció a Unamuno, que iba de paso a su Bilbao natal. El parisino ya se carteaba con el Rector desde hacía dos años por mediación del filósofo Jacques Chevalier, amigo común de ambos y compañero de estudios del primero, que concertó el encuentro. Aquella correspondencia se alargaría desde el año 1907 hasta 1934.
Legendre quería sumergirse en la esencia española tras haber leído el Idearium Español de Ángel Ganivet. Para ello, quién mejor que Unamuno que había conocido personalmente al autor granadino. Así narra el encuentro: “La sencillez de su atuendo, tan familiar a los españoles, como la de su equipaje, eran algo sorprendente para un joven universitario francés. Como su conversación, mejor dicho, su monólogo. Tenía muchas cosas que preguntarle y él tenía muchas cosas que enseñarme, y no perdió un minuto en preliminares precautorios.
Me informó acerca de las relaciones de su pensamiento con el de Ganivet, de una manera objetiva. Me preguntó sobre el movimiento filosófico y religioso en Francia. Todo ello sin dejar de andar, infatigable, con firme paso, a lo largo de la orilla del rio Arlanzón, por el Espolón, y a través de las calles del viejo Burgos. Nos sentamos en la terraza de un café, y me hizo trabar conocimiento de la ascética y deliciosa horchata. Al día siguiente reanudó su viaje a Bilbao dejándome una docena de cartas de recomendación para varios amigos suyos de Salamanca y de Madrid, a los que más tarde me presenté.”
En Salamanca conoce al dominico padre Matías, que le habla del santuario mariano de la Peña de Francia, a los pies de La Alberca. Legendre siente curiosidad por la causa del nombre de la Sierra de Francia y de los motivos que siglos antes llevaron al francés Simón Vela a aquellos parajes. Allí acude, quedándose maravillado por la belleza del lugar. Pero, más le intrigaba la comarca de Las Hurdes que desde aquella cumbre se divisaba, sin que nadie le diera más razón de ella que antiguas leyendas.
En 1910, estando en la Peña, descendió hasta el pueblo hurdano de Las Mestas acompañado por el albercano tío Ignacio y allí pudo comprobar el problema de Las Hurdes, lo que Gregorio Marañón llamaba simplemente ‘hambre’. A partir de entonces, estuvo recorriendo la zona todos los años hasta 1926, a excepción del periodo entre las dos guerras mundiales.
En 1913 efectúa el viaje con Unamuno, Chevalier y tío Ignacio. De sus estudios realizó la tesis Las Hurdes. Estudio Geográfico y Humano, con la que se doctoró en 1924 por la Universidad de Burdeos, siendo editada en 1927. También publicó varios reportajes en la revista Le Correspondent. En 1922, acompañó al doctor Gregorio Marañón por las Hurdes para que éste realizara un informe previo a la visita que el Rey Alfonso XIII efectuaría ese mismo año. También fue director de la Casa de Velázquez, el centro de la cultura francesa en Madrid, donde guardaba un importante número de cartas de Unamuno que desparecieron durante la Guerra Civil.
Sus viajes a Salamanca serían contantes y siempre visitaba a Unamuno. Así lo relata: “Entre 1909 y 1936 hice a ella numerosos viajes, y lo mismo que cada vez descubría alguna nueva maravilla en su tesoro artístico y monumental, aprecié también nuevos aspectos en la fisonomía de don Miguel. Mis estancias salmantinas fueron generalmente breves, una tan sólo duró quince días, y otra, un poco menos larga, fue para mi particularmente de interés, porque tuvo lugar en la propia casa de Unamuno, que vivía entonces en la Casa Rectoral de la Universidad. Pero, aún en la más breve pude seguir el decurso de su vivir. En casi todos mis viajes a Salamanca, nuestros encuentros solían verificarse bajo los arcos de la Plaza Mayor, y si el tiempo era bueno solía acompañarle en su paseo por la carretera de Zamora, a primera hora de la tarde. Y en uno u otro lugar, y más apaciblemente en su propia biblioteca hablamos de todos los grandes problemas contemporáneos”.
El ilustre francés tuvo numerosas anécdotas con don Miguel. En Béjar relata que, paseando por la calle Mayor, se encontraron con un maestro de aspecto extraño y el Rector le explicó: “Sí, es un hombre original. Cada vez que le veo algo ha cambiado en su atuendo: o el corte de su pelo, o el de su barba, o el de su bigote. Y combinando estos tres elementos ensaya todas las posibilidades de variación. Como un día, interesado yo también por tanto cambio, le preguntase el porqué; me respondió: Es para hacer la vida más intensa”.
En 1924, Legendre se reencontró con Unamuno en el exilio de París, en el café La Rotonde, rodeado de bohemios y revolucionarios, pero en medio de una soledad que le haría trasladarse a Hendaya para estar más cerca de España.
Legendre falleció en Madrid y fue sepultado en la nave central de la iglesia de la Peña de Francia que tanto amó en vida. La Alberca le nombró Hijo Adoptivo y colocó una estatua suya en la calle Prados, cerca de la casa que habitaba.
8.- JACQUES CHEVALIER
Por su parte, Jacques Chevalier, conoció personalmente a Unamuno en 1911 cuando ascendió a la Peña de Francia con Legendre y Unamuno. En Lyon presentó la tesis doctoral que le permitió llegar al decanato de la Facultad de Letras en la Universidad de Grenoble. En 1932 promovió el nombramiento de Doctor Honoris Causa para Unamuno por esta Universidad. Don Miguel no pudo acudir porque su esposa, doña Concha se encontraba en sus últimos momentos. Chevalier tuvo que leer el discurso de aceptación en su nombre.
También en sus escritos rememora al Rector con motivo de su casamiento en 1912, que le comenta: “De su boda, ¿qué he de decirle? Que llevo yo más de veintiún años casado. Tengo, como sabe, ocho hijos y si volviera a encontrarme en las mismas circunstancias volvería a casarme. Mucho me ha hecho trabajar mi familia, pero gracias a ese trabajo, he vivido y vivo. La preocupación del porvenir de los hijos ahoga otras preocupaciones. O mejor dicho, no las ahoga, las sublima y exalta. Si yo hubiese tenido que permanecer soltero tal vez a estas horas me habría pegado un tiro”.
9.- TÍO IGNACIO
Maurice Legendre guardaba en su memoria los nombres que le habían ayudado en sus trabajos, Jean-Baptiste Bide, Unamuno, Gregorio Marañón…Pero ninguno tan imprescindible como tío Ignacio. El albercano se llamaba Ignacio Hoyos Pérez. Apenas sabía leer y escribir, pero poseía una sabiduría innata acrecentada por su espíritu de observación, que le permitía dar explicación de todo lo que le rodeaba. En realidad, era el más filósofo de los cuatro viajeros, el empirismo más natural en toda su extensión.
Así le describía: “El tío Ignacio es un hombre seco, moreno, enjuto de sienes y con ojos vivos y hundidos bajo la frente. Lo que primeramente llama mi atención es su indumentaria. Por cortos que sean su chaqueta y pantalón, tiene al menos veinte o treinta remiendos, más quizá; todo muy limpio, sobre una camisa de tela limpia también, pero no blanca. Alrededor de sus piernas, no puede hablarse de pantorrilla, las dos fundas de paño a la usanza de la tierra y, sobre su cabeza, un sombrero que se parece al de nuestros campesinos bretones. Ignacio nos deja ver los tesoros de su experiencia, que es, más que suya, la de sus hermanos y ancestros. Lo que sabe de dichos, de máximas, de refranes, me parece prodigioso”.
Sin tío Ignacio, Legendre no hubiera podido realizar su trabajo indagatorio. Sencillamente, escribía lo que su guía le explicaba. El porqué de que a un insecto se le llamara mariquita, cómo los mieleros criaban sus abejas y cuidaban las colmenas o la causa de que los hurdanos no pasaran de los pueblos de la Sierra de Francia hacia la meseta.
Fue “su fiel compañero de la caballería andante: un hombre con un corazón y un carácter admirable, archivo vivo de toda la tradición de la región, a la manera que la reciben los hombres del pueblo, sin reservas y sin deformaciones literarias. Pero al mismo tiempo, bastante sutil para expresar con crítica, en nociones científicamente utilizables, lo que había recibido y guardado al amparo de la aridez que causa la preocupación crítica”. Cuando Legendre expuso su tesis doctoral en la Universidad de Burdeos, se la dedicó a sus padres, al doctor Pierre Paris y a tío Ignacio.
Desde el principio existió un mutuo afecto entre el parisino y el albercano. Nos lo muestra cuando describe su despedida en Tamames en 1911: “Sin una palabra de reflexión, sino por nuestra manera unánime de hablar de las más humildes cosas, nos sentimos amigos, y la melancolía se apodera de nosotros con la idea de la separación, ya próxima. Nos acercamos a Tamames. Tras la comida, el adiós. Ignacio ha recibido su mínima retribución. Lentamente, se aleja con mi mula y, nosotros, nos aprestábamos a ir a buscar el coche, cuando, el tío Ignacio vuelve furtivamente y deja para mí sobre una tabla un precioso queso de oveja, fino y blanco, y se va. Hay que correr tras él para recompensarle, mientras se resiste como puede, y es necesaria la autoridad del padre Matías para obligarle a aceptar una pequeña propina”.
La figura de tío Ignacio ha sido tratada con la mayor de las injusticias, con el olvido, tanto por los hurdanos como por sus propios paisanos. Entre los primeros existían un sentimiento de inferioridad respecto de los segundos. Unos eran pobres, ricos los otros. La pobreza de los hurdanos se correspondía con la riqueza de los albercanos, que eran los propietarios de sus tierras. Se le reprochaba a tío Ignacio que cuando se presentaba ante los hurdanos lo hacía diciendo “soy de La Alberca” y eso le daba un aire de superioridad. Pero ese reparo lo pone quien desconoce las relaciones sociales en el medio rural. Decir el nombre y los apellidos no se usaba. Se decía el lugar de origen. A continuación, el interlocutor preguntaba ¿Y usted de quién es? (de qué familia), a lo que se contestaba con el mote o apodo por el eran era conocido. Eso era “dar razón”.
Por otra parte, durante varios siglos hubo continuos pleitos entre una parte de Las Hurdes y La Alberca, propietaria de sus tierras, en las que ésta obraba con manifiesto abuso en el cobro de rentas y en las arbitrarias prohibiciones a los hurdanos, por imposición de las ordenanzas aprobadas por el señorío concejil. Los albercanos creían que tío Ignacio informaba de ello a Legendre. Pero no era así.
Cuando Legendre se interesa por los problemas hurdanos, ya había leído los informes del hispanista Jean-Baptiste Bide y del polígrafo pacense Vicente Barrantes Moreno, para quienes la miseria de los hurdanos era una consecuencia directa de los privilegios que sobre ellos ejercía La Alberca. Por otra parte, conocía la colección fotográfica de Venancio Gombau, publicada en 1911 por Sucesores de Rivadeneyra en la obra Por la España desconocida, notas de una excursión del periodista Manuel Blanco Belmonte
10.- JEAN-BAPTISTE BIDE
El hispanista francés Jean-Baptiste Bide era un médico adscrito a los servicios sanitarios del Ferrocarril del Norte. En Madrid formó parte de la Sociedad Geográfica Española. Su primer contacto con las Hurdes fue en verano de 1891, cuando recorrió la zona con el cartógrafo Conde de Saint-Soud. Volvió varias veces más, ayudándose de las informaciones de Martín Santibáñez, notario de Pinofranqueado, que había escrito numerosos libros sobre Las Hurdes. Consecuencia de sus estudios fue la obra Las Batuecas y las Jurdes, de 1892, en la que ofreció abundante información sobre la vida y costumbres de sus habitantes, así como el primer mapa del territorio. Bide fue presidente del Cercle de L’Unión Française.
Todo aquello que vieron nuestros viajeros ya sólo existe en la memoria colectiva y en el acervo cultural hurdano. Visitar Las Hurdes hoy es encontrarse con infraestructuras aceptables, bellos paisajes y algún que otro centro de interpretación para turistas.
(Foto portada. Miguel de Unamuno. gredos.usal)
Miguel de Unamuno
Maurice Legendre
Unamuno y Maurice Legendre. Colegio de los Irlandeses. Salamanca. (gredos.usal)
Jacques Chevalier
Tío Ignacio. Fotografiado por Maurice Legendre
Granadilla
Hurdanos
Ladrillar
Mendigo
Por Robledo
Martilandrán
Las Mestas
Mapa de las Hurdes. Realizado por Feliciano Abad
Conferencia de Jean-Baptiste Bide
Conferencia de Vicente Barrantes
‘Andanzas y Visiones Españolas’. Miguel de Unamuno
Peña de Francia
Aquellas Hurdes quedan atrás. (Jesús M. Santos)
El Rey Alfonso XIII en Béjar y Las Hurdes – Alfonso XIII