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sábado 23 noviembre 2024
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Las escuelas y los maestros de Salamanca a principios del siglo XX

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Las escuelas y los maestros de Salamanca a principios del siglo XX

 

 

ENTRE LOS AÑOS 1926 Y 1929, EL PERIODISTA LUIS BELLO FUE REFLEJANDO EN SUS ARTÍCULOS DEL DIARIO ‘EL SOL’ EL ESTADO DE LAS ESCUELAS ESPAÑA. TAMBIÉN ESTUVO EN SALAMANCA.

 

 

1.- El magisterio en tiempos de Miguel de Unamuno

2.- El periodista Luis Bello

3.- De Madrid a Medina del Campo

4.- El gran ejemplo de Salamanca

5.- La Caja de Previsión Social

6.- Don Filiberto Villalobos

7.- En Alba de Tormes

8.- En Peñarandilla y Garcihernández

9.- Regreso a Alba de Tormes

10.- Hacia la Sierra. Guijuelo

11.- En Candelario

12.- El enigma de Béjar

13.- En Miranda del Castañar

14.- Por la Sierra de Francia

15.- Añoranza de Sequeros

16.- La dehesa salmantina

17.- Descanso en Salamanca

18.- Los latifundios de Salamanca

 

 

1.- EL MAGISTERIO EN TIEMPOS DE MIGUEL DE UNAMUNO

En 1900, don Miguel de Unamuno ya era rector de la Universidad de Salamanca y se tuvo que enfrentar a la conflictividad que se producía con los maestros en el medio rural, cuya principal causa era la insuficiencia de sus retribuciones para poder subsistir. Aunque, a partir de 1901 los sueldos de los maestros correspondían al Estado, eran bajos y terminaban siendo víctimas de abusos en los pueblos.

Los maestros requerían atenciones a cargo de los Ayuntamientos, que a veces no atendían, como facilitarles una vivienda asequible. En consecuencia, incurrían en dejadez en su trabajo y se dedicaban a otras cosas. Las denuncias eran frecuentes. Como ejemplo, en 1904, un grupo de mujeres se concitó para insultar y abofetear al maestro en Ledrada porque se negaba a entregar libros y material escolar a alumnos con padres pudientes. Ese mismo año, algo parecido sucedió en Sahugo. Y al año siguiente, la maestra de Villar de Gallimazo es voceada por el vecindario cuando estaba dando clase a los niños.

Se presentaban muchas denuncias contra los maestros basadas en modos de vida poco ejemplares, unas veces ciertas o otras no, que terminaban en la mesa de Unamuno en su calidad de presidente del Consejo Universitario. El Rector resolvió muchos conflictos y se lamentaba: “Los gobernantes apenas si creen en la importancia de la escuela en la vida social, cuando pueblo y ciudad viven tan estrechamente unidos a la cultura de sus conciudadanos”.

 

2.- EL PERIODISTA LUIS BELLO

Desde 1926 y durante tres años, el abogado y periodista Luis Bello, que había nacido en Alba de Tormes, visitó las escuelas de España y fue publicando sus observaciones en el diario El Sol, que reunió en su obra más emblemática Viaje por las Escuelas de España, publicada en cuatro tomos. Tras numerosas conversaciones con los maestros y las gentes de los pueblos, el periodista se convirtió en un apasionado defensor de la infancia y de los maestros. En su ruta por Salamanca conoció a personajes tan carismáticos como el doctor Filiberto Villalobos, el político maurista Fernando Íscar Peyra o el arquitecto José Secall.

En su empeño, Luis Bello agotó todos sus recursos. Con las remuneraciones de sus artículos no pudo cubrir el gasto que le supuso el recorrido por España. Pero el cariño de sus lectores era tal que le rindieron un homenaje nacional. Y Luis Araquistaín, director de El Sol realizó una colecta para conseguir una vivienda para el periodista y su familia. La respuesta superó las cien mil pesetas, una cantidad muy considerable para la época.

Así justificaba Luis Bello su vehemente protección del magisterio: “Debemos a los niños, tanto como la leche materna, la educación de su inteligencia y de su carácter, bienes que, una vez recibidos, nadie podrá quitarles, y que, por consiguiente, valen más que la riqueza. ¿Comprendéis por qué la Escuela es para mí antes que la Universidad? ¿Por qué pienso en los hombres, antes que en los doctores?”.

Esta es la crónica de Luis Bello:

 

3.- DE MADRID A MEDINA DEL CAMPO

(En su viaje a Salamanca, Luis Bello se desplaza a Medina del Campo en tren, en un vagón de tercera, y se topa con un labrador de tierra llana).  

Tiene unos pares de mulas; a fuerza de trabajo logró independencia; madruga, vigila sus jornaleros, cosecha y guarda. De vez en cuando hace un viaje a Madrid, que es para él un hato de gandules. Odia a toda esa gentuza de los cafés y a esos vagos que roban el sueldo en las oficinas. Espera que aquella tropa de caciques y políticos no vuelva nunca, y cree que se les va metiendo en cintura.

— ¿Cómo andan ustedes de escuelas?, le pregunto.

— De escuelas, demasiado bien. Ahora, de maestros. . . ¡Para lo que se merecen! Siempre están quejándose del aire, de la luz, del material, de la casa… ¡Disculpas embusteras! Lo que no quieren es trabajar. El maestro es el enemigo pagado, créame usted. Lo mismo que el médico. Allí en Madrid nos mandan lo que quieren: el desecho, y nosotros nos lo tenemos que tragar. Si a mí me hicieran caso en el pueblo, todo esto se acababa de una vez. Yo les llamaría a capítulo: “O se enmiendan ustedes, o aquí va a haber una gorda.” Y le juro a usted que o cumplían con su obligación, o les hacía pedazos.

— Pero ¿el maestro es malo?

— ¿Qué sé yo? Se pasa la vida leyendo, esperando el correo, comprando periódicos. Los pueblos deberían tener el maestro que ellos quisieran, y bien sujetito para bajarles los humos. Si oye usté hablar de esas historias de locales y estrecheces, no haga usté caso. Cuando yo iba a la escuela, y aquí está la señora que lo sabe, éramos más de ciento cincuenta chicos, y cabíamos en ese mismo local. Pero aquel maestro era muy bueno.

— Un santo!, dice la señora.

— Y cobraba mucho menos. Una miseria. Lo que le queríamos dar. Ahora tienen lo que muchos labradores con dos pares de muías. ¡Un simple maestro! ¡Y todavía se queja! Y la mitad de los chicos andan por la calle porque no los quiere admitir. ¡Como si a nosotros no nos hubieran enseñado sin tantas andrónimas!

Recuerdo, al transcribir esta conversación, la respuesta de Filiberto Villalobos, de quien se hablará pronto en estos artículos, a una mujer de no sé qué lugar de Salamanca que no quería escuelas nuevas y le salió al camino con otras muchas para increparle: ¡Vaya usté a otra parte a predicar, ande haya bobos! Aquí no hacen falta escuelas. ¿Ve usté esa, tan mala como es? ¡Pues de aquí ha salido hasta un cura! Villalobos se vio venir el conflicto de orden público y no quiso reñir:

— ¡Un cura; muy bien! Pero ¿ha salido algún obispo?

— No, señor; obispos, no.

— Pues cuando hagamos las escuelas nuevas tendréis obispos para empedrar las calles de Salamanca. Esto ocurría hace un año, y ya están hechas las escuelas.

Toda la vida íntima de los pueblos, con sus razones y sus pasiones, aparece siluetada un poco bárbaramente en el desfogue del hombre del vagón de tercera. ¿Qué harían los pueblos si se les dejara solos? Antes, por lo menos, se limitaban a no pagar a los maestros. Ahora querrían despedazarlos. Maestros y médicos entregados al libre albedrío, o a la prudencia de los Ayuntamientos, en unos sitios vivirían bien; en otros, sería preciso atarlos con cadenas para que no se fueran. Por fortuna hay leyes que obligan a todos, médicos y alcaldes, maestros y secretarios de Ayuntamiento.

Y vamos, sin otro preámbulo, a las escuelas de Medina del Campo, mientras aguardamos el ligero de Salamanca… El maestro que regenta las graduadas de la Alhóndiga se llama don José Santamaría. Hombre celoso de su deber, reflexivo: un buen maestro. El local es amplio, pero el material pobre. No hay escuela de párvulos. Los alumnos matriculados son muchos más de los que ahora veo sentados en sus bancos. Y merecen ser recogidas las palabras de este maestro.

— Aquí lo triste es que cuanto más trabajo con los chicos, antes se los llevan. Cuanto más listos y más aprovechados, antes los reclaman sus padres. No aguardan a los doce años. Crea usted que quisiera inventar algo, aunque fuera una simulación, para que en sus casas parecieran atrasados. Pero, vea usted: si vendo tantas fanegas de trigo para comprar tantas ovejas a tanto, ¿a cuánto tengo que vender la fanega? El día que los padres leen este problema bien resuelto en el cuaderno de su hijo, ya les parece que tiene alas y lo echan a volar.

“¡Calma, señores, calma!”, les digo yo; pero no me oyen. Y aquí me quedan… Ya ve usted… No digo yo que sean malos muchachos; pero los que se van eran mejores. Los mayores son, en realidad, los más débiles. No quiero ser cruel; pero los dejan, por eso: porque no les sirven.

 

4.- EL GRAN EJEMPLO DE SALAMANCA

Las piedras doradas pesan mucho sobre Salamanca. Gravitan con el aplomo invariable, definitivo, de las cosas perfectas, y tienden a serlo ellas todo. Como, además de la perfección gozan de la gracia, se bastan solas para darle al salmantino el salmantinismo integral. Hace falta ser un poco bárbaro, extranjero, para echarse fuera de su maleficio y seguir rumbos propios, cualquier rumbo, porque ellas ya no van, ya no caminan; se limitan a ser y a estar, rumbos elevados, como los que siguió y sigue D. Miguel de Unamuno, o aventuras de caudillaje, como las que logró en Salamanca, con asombro de España, Diego Martín Veloz.

Dejaré por esta vez, si es posible, las piedras doradas, porque yo vengo a ver escuelas. Vengo, en realidad, buscando un gran ejemplo donde apoyar y robustecer mi convicción de que a este pobre Estado, menor de edad, incapaz de valerse por sí mismo en asunto que tanto le importa como la instrucción de sus hijos, hemos de sacarle adelante entre todos, mientras no sepa cumplir con su deber. En Salamanca no hace escuelas el dinero del Estado. Sus tres mil millones de pesetas no llegan a eso.

 

5.- LA CAJA DE PREVISIÓN SOCIAL

Pero ya están construyéndolas, deprisa y bien, con los céntimos de los trabajadores. Es paradójico, ¿verdad? Es el obrero quien va a hacerle la caridad de sustituirle, dando medios a los Ayuntamientos, con tal eficacia que en pocos años no habrá en las tres provincias de Salamanca, Ávila y Zamora un solo pueblo sin escuelas. Cuando hayamos vencido este largo período de la prehistoria pedagógica en España y las escuelas que ahora veo sean como cavernas del maestro neolítico, quedará memoria del esfuerzo más interesante y más simpático: el de las Cajas de Previsión Social.

Eso trato de ver, no sobre el papel, sino visitando las escuelas, ya en marcha. Sería confuso y desconcertante un viaje al azar; mientras que de este modo contaremos con algunos puntos de referencia: las escuelas nacionales construidas por la Caja de Salamanca; las de Villablino (León), obra de pueblecitos de poco vecindario, y no muy rico, donde por tradición no hay más analfabetos que los forasteros; las que van surgiendo por toda Asturias, en número e importancia considerables, por fundación o aportación de los Indianos. Nada hizo el Estado; poco los Municipios. Todo ello es obra de lo que pudiéramos llamar “la nación en armas”.

 

6.- DON FILIBERTO VILLALOBOS

En Salamanca no bastaría la ley del retiro obrero obligatorio, ni la Caja local, ni la idea de invertir sus fondos en construcción de escuelas, idea nacida en el Instituto de Previsión, si no hubiera hombres activos, con prestigio, inteligencia y capacidad. Siempre se ha de contar con el hombre, y aquí todo habría fracasado sin Villalobos. Lo que D. Filiberto Villalobos es para Salamanca no cabe en un artículo; pero debo intentar su semblanza, porque la persona explica el éxito. Villalobos, con don Fernando Íscar, ex presidente de la Diputación y ahora de la Caja local, suman lo mejor de Salamanca.

Íscar, maurista, ve con simpatía la posibilidad de que vayan saliendo ramas y brotes nuevos en el tronco demasiado escueto del sistema político de Ossorio y Gallardo (ministro de Fomento). Villalobos, reformista, no se conforma con meter la cabeza en el agua para que pase la ola. Tres años de ola es demasiado. Hay muchas maneras de política, y la suya es la mejor. Sabe que, si hay aquí un decálogo del buen ciudadano, sus mandamientos se encierran en dos: “Educar a los pobres y regular la renta de la tierra”.

Mientras Villalobos sea quien es y no cambien hasta la raíz los sentimientos de su pueblo, nadie podrá impedirle que haga política. Su profesión, de médico; su situación independiente y su carácter abierto, así como el claro talento político de hacerse cargo, tan raro, aun entre los políticos, no bastarían a explicar lo que puede Villalobos en Salamanca a quien no conozca su capacidad de trabajo y de sacrificio.

Las consultas más extrañas llueven sobre él. Don Filiberto las resuelve todas. Algunas, más que un médico diputado, piden un confesor:

— D. Filiberto, que mi suegra nos deshereda.

— D. Filiberto, que mi novio se va a Melilla y cuando vuelva no va a cumplir.

— Pues que cumpla ahora.

— No puede ser. Si usted le hiciera dar palabra, nos arreglaríamos antes y ya nos casaríamos luego, cuando vuelva. Y D. Filiberto consagra el matrimonio con una ceremonia laica provisional, tranquiliza a los padres, y hasta si es preciso anticipa fondos. ¿Esto es política? Sí. Es política, indudablemente. Pero no pueden hacerla sino muy contados políticos.

Yo he visto a Villalobos, en Béjar, cuando subíamos al automóvil deseando ganar tiempo, detenerse media hora para visitar la casa de una pobre mujer que tenía su hijo enfermo y le reclamaba asistencia, por caridad. Y lo he visto también, todo ha de decirse, en Salamanca, junto a Monterrey, haciendo política con una mujeruca de la Iglesia. Mientras nosotros veíamos un Ribera, Villalobos la preguntaba si el personal de servicio estaba afiliado. El retiro obrero es obligatorio también para los trabajadores del templo. Con esta fuerza nada es imposible; ni siquiera convencer a los Ayuntamientos, tarea ímproba que sólo se logra con prestigio personal y con la más absoluta y fundada confianza en la gestión de la Caja de Previsión y de sus administradores.

En lugar de ir explicando punto por punto cómo funciona esta institución y cuáles son los trámites, me limitaré por ahora a decir que todo se abrevia, y una vez asegurada con un criterio prudente, pero no de prestamista sobre hipotecas, la garantía y la solvencia de los Ayuntamientos, un formulario rápido, muy preciso y muy sencillo, facilita el despacho del expediente. Esto no sería decir nada si despachar el expediente no significara empezar a construir, y si el empezar no equivaliera a terminar la construcción en plazos brevísimos. Hay escuelas que en menos de diez meses han pasado de la primera solicitud del alcalde a la entrega en regla para su inauguración. Se ha buscado como condición esencial, dentro de las leyes y reglamentos, la estricta economía, la mayor disciplina en los gastos.

Un arquitecto a sueldo de la Caja planea y dirige la ejecución de las obras, que se ejecutan por contrata. De este modo, en menos de dos años van construidas veintisiete escuelas, la mayor parte en la provincia de Salamanca; una, por lo menos, en Ávila: la de Arenas de San Pedro, cuya edificación está muy avanzada; dos en Zamora: las de Fermoselle y Benavente. Para que aprecie directamente y por mis propios ojos este resultado, la Caja Regional de Previsión Social de Salamanca, Ávila y Zamora ha tenido la bondad de invitarnos. Su presidente, el señor Íscar, y su consejero delegado, el Sr. Villalobos, nos guían en este viaje. Vamos, por Alba de Tormes, a la escuelita de Peñarandilla.

 

7.- EN ALBA DE TORMES

Vamos a remontar el Tormes, camino de Alba, villa donde nací y donde no conservo raíces familiares, ni otro bien, ni otra tierra que la de alguna tumba. Basta con el bien de la vida. Pero hay algo en el cielo claro, en la luz clara, que me trae lejanas evocaciones, sin duda voluntarias, como un deseo de reconocer aquella primera luz de infancia y aquel suelo donde di los primeros pasos.

Esta divina claridad y esta serena y diáfana amplitud de horizonte, así como la vibración azul que trae el aire y que acaricia ojos y frente, yo las tengo por mías y quiero creer que son mi patrimonio de Alba. ¡Dejémonos llevar, en silencio, más allá de sus casas! ¡Que huya la brisa y se aposen las emociones como la nube de polvo que va levantando el automóvil!

Pasa el castillo abandonado por los duques de Alba. Sólo le queda un murallón. Como grandes señores, pudieron permitirse el lujo de dejarlo derruir, sin afecto y sin ternura. Y queda atrás el río, que en esta soberbia mañana de sol exhala, no niebla, sino luz. ¡Grandes, vastos y solitarios campos de Salamanca! ¡Encinares de árboles viejos que decoráis con fausto severo tierras de labor, prados y montes! Quien no vea la tragedia en la enorme extensión de vuestras magníficas soledades, habrá pasado ante vosotros como un turista. La tierra, tan rica, es de unos cuantos privilegiados que no habitan en ella. Para los hijos fieles que no quisieron emigrar, trabajos, estrechez.

 

8.- EN PEÑARANDILLA Y GARCIHERNÁNDEZ

Acerquémonos a este pueblecito: Peñarandilla, junto a un riachuelo que llaman Margañán. Sólo hay un puente provisional. Casitas bajas, alguna de arquitectura primitiva, cuya puerta recuerda la boca del silo. Adobes. En general, limpieza; y en algunas calles, casas de ladrillo, con más pretensiones que las enjalbegadas. Aquí está ya terminada una de las primeras escuelitas de la Caja de Previsión. Secall, el arquitecto salmantino, ha hecho el milagro de dar una escuela amplia, luminosa, cómoda, capaz para sesenta niños, con campo de juegos y todas las dependencias y accesorias, sin gastar más de dieciocho mil pesetas. Muros sólidos, detalles bien rematados. Cierto principio de ornamentación sencillísima en las franjas azules que con el rojo de los tejadillos destacan sobre la blancura de las paredes. Hemos visto también la que sirve ahora a los niños y niñas de Peñarandilla. No quiero recargar el cuadro. Las vigas del techo están al aire. Entra la luz por la puerta; no tiene ni siquiera corral.

Pero debo declarar que de ella ha salido algo más que un cura y que un obispo. Ha salido un santo. Porque en esta ribera del Margañán vive el santo de Peñarandilla, cuya fama no había llegado hasta ahora a Madrid, y yo deseo difundirla, aun a riesgo de acarrearle, sin querer, pecado de soberbia. Andrés Rodríguez, el Santo, tiene su casa frente a la escuela nueva, y si entráis en ella, veréis algún mueble antiguo y decoroso: un banco, un arca, un sillón frailero, cuadros y estampas religiosas que descubren, en conjunto, arreglo y bienestar de la familia, pero sin ninguna diferencia esencial de otras casas medianamente acomodadas. Atravesamos la cocina, casi a oscuras, porque venimos deslumbrados del sol; salgamos a la galena corrida que da sobre una huerta muy bien cultivada, y allí veremos el pórtico rudimentario de un templo, cripta o catacumba que Andrés Rodríguez ha ido cavando y labrando en la tierra, debajo de su casa, día por día, durante doce años.

Esta no es la obra del troglodita que se abre en la peña una guarida. Es la del místico laborioso que dice, y así lo escribe: Ofrezco a Dios el trabajo de cada día. Andrés Rodríguez, el santo de Peñarandilla, antes de ser el Santo, fue para su pueblo el Bobo, el maniático. Le veían sacar del sótano de su casa espuertas de tierra. No era para guardar vino. Año tras año iba ensanchando la morada interior, con un instinto de topo, según las gentes; pero, en realidad, con un sentido maravilloso de la arquitectura. No una, ni dos, sino toda una serie de capillas ornamentadas y reforzadas, de tipo en cierto modo románico, iban saliendo debajo de su casa.

Cuando ya llevaba mucho trabajo hecho y vieron que era bueno, los hijos se aficionaron y quisieron ayudarle. Sacaban la tierra mientras él afirmaba las paredes e iba decorándolas, encalándolas y trazando las inscripciones. Siento no haber copiado algunas, aunque su estilo se parece demasiado al de los libros devotos que maneja. En la única fotografía que pudo obtener el señor Guzmán, leo estos cuatro versos de la Pasión y un gran número “6” encima, porque la leyenda va corriendo las paredes: “Mírale, por amor nuestro, en la más triste agonía, y piensa lo que tú eres, y quién es el que así expira”.

Cuando aparece el Santo, con su zamarra de pana, su boina y una bufanda al cuello, aprendemos, de golpe, a no fiarnos en tierra de Castilla, y en todas partes, de las apariencias. Los ojillos y la barbeta, las arrugas profundas, la boca desdentada no nos parecen propias de un santo de Ribera. Cualquier aldeano puede mirarnos como él. Guarda el pensamiento y sólo habla de su obra; y si se refiere a su persona es únicamente para demostrar que no le pesan sus setenta y cuatro años. Creo que todavía hace de sacristán. Tiene sus tierras, pero las ha repartido ya entre los hijos. Estuvo en Salamanca, de joven, con un tío suyo cura; pero volvió en seguida a Peñarandilla. La idea de la muerte no le sale de labios afuera. Ha preferido labrarla en esta cripta, donde acaso piense ser enterrado.

Vista la escuela de Peñarandilla, en vez de seguir hasta Peñaranda de Bracamonte, volvemos por el mismo camino a Garcihernández, donde ya la obra de la Caja de Previsión es de más importancia. Una escuela con dos grandes salas, amplio patio de juegos, galerías cubiertas, biblioteca-despacho para los maestros, retretes y lavabos y una verja exterior. Ha costado todo treinta mil pesetas; y pienso insistir en estos datos, porque me parece esencial la economía en tierras donde con tanto esfuerzo y tan a duras penas se logra vencer la pobreza de los Municipios. En marzo de 1924 no había ni la idea de hacerlas. Hoy funcionan las escuelas de Garcihernández, y su maestro don Antonio Morales, que lleva aquí ocho años, ha visto aumentar considerablemente la asistencia.

 

9.- REGRESO A ALBA DE TORMES

Volvemos por Alba, pero esta vez para detenernos, Villalobos ha querido brindarme esta delicadeza, y almorzamos en fonda limpia, ante una mesa bien servida, viendo desde el balcón la paz de las callejas blancas y lo que resta del castillo del duque. Poco habrá cambiado Alba de Tormes en medio siglo. Para ser útil de algún modo a la villa, visito las escuelas. El edificio es grande, las salas amplísimas. Pero ¡qué abandono! El esfuerzo hecho a fines de siglo, del 80 al 85, lo anula el descuido de estos últimos tiempos. Unos patios lamentables, que carecen de todo lo preciso, desnudos, polvorientos. Los maestros comprenden que allí trabajan en condiciones inaceptables, y yo siento la inquietud y el pudor de sorprenderles en un medio indigno de ellos y de su misión. Si algo vale mi voz, la primera ocasión en que puede ser oída, debo alzarla en favor de la escuela nacional de Alba de Tormes, para que el pueblo se defienda de la ruina, empezando por atender a sus niños y a sus maestros.

 

10.- HACIA LA SIERRA. GUIJUELO

Tierras de Salamanca, llamadas así porque son varias y distintas, como decimos “las Españas”. Tan ricas en diversidad aparecen nuestras regiones, que cada provincia contiene varias Españas. Desde los encinares de Alba, sólo por el jugoso frescor de sus praderías distintos de la dehesa extremeña, hasta los confines de Barco de Ávila o Las Hurdes, ¿cuántas tierras de Salamanca vamos viendo pasar? La carretera de Béjar, que luego sigue hacia Plasencia, va plegándose a esas mudanzas con docilidad: unas veces de tierra roja, otras de arenisca, hasta que llega a labrar la peña. Sieteiglesias. La Maya; entre el Tormes y el tren…

El primer pueblo nuevo y próspero que encontramos es Guijuelo. Es día de mercado. Toda la región va a Guijuelo o viene de Guijuelo. Es preciso contener la marcha del auto para dejar pasar a los feriantes. Muchachitas serranas con su manto, su pañuelo y su falda, entonados en colores graves. Chicas de la villa con medias de seda, a la puerta de una casuca baja y pobre. Cestos en la carretera. Caravanas de chalanes o de labradores que se llevan sus compras… Esta fortuna de los pueblos que van subiendo mientras otros se hunden obedece a razones conocidas; pero alguna vez parece un capricho de la suerte.

Guijuelo ha triplicado su población en medio siglo. Tiene escuelas graduadas, con cuatro maestras y cuatro maestros; dos librerías, varias fábricas, muchos comercios. ¿Cómo se explica la mudanza de este pueblo, que antes vivía de un monte capaz de sostener “cien cebones y trescientos camperos”, y hoy da trabajo a seis perfumerías? Sin duda, Guijuelo es hoy a Alba lo que Buitrago a Torrelaguna; lo que Benavente a Zamora: un centro de transacción comercial eclipsando los prestigios históricos con su mortecino fulgor.

El acceso a la Sierra de Candelario por la Nava de Béjar tiene severa y magnífica solemnidad. Desde muy lejos nos atraen las cumbres nevadas, y como llegamos en día claro, a media tarde, reverbera el sol intensamente al dar en ellas, y parece que las tenemos encima. Cuando de verdad entramos en la Sierra es cuando se nos ocultan.

Aquí están, en la más pintoresca situación, al revolver un monte, los Palomares: Palomar Alto, Palomar Bajo. Antes era difícil caminar por estos derrumbaderos, entre cerros de castaños silvestres, breñas y espinos. Hoy se va en automóvil. A la entrada del pueblecito, junto a una hilera de chopos, se alza la escuela más modesta que ha construido hasta ahora la Caja de Previsión de Salamanca. Parece un refugio alpino. Tiene sus ventanales amplios, sus dependencias, su despachito-biblioteca; todo ello reducido al mínimo, porque el Ayuntamiento de Palomares de Béjar puede poco. No llega a quinientas pesetas anuales lo que invertirá en pagar esta escuela, en veinte plazos. Pero todos los chicos en edad escolar tienen su sitio allí, y el maestro ha podido destinar la escuela antigua a lo que en realidades: a fresquera para salazón. La parte baja de la casita es, y habrá sido siempre, inhabitable. Arriba se puede vivir como en cualquiera otra guarida de la Sierra, y don Jenaro Ruano está contento con su destino. Es hombre fuerte, que ama su profesión, y no le asustan las nieves. La escuela, alegre, clara, bien situada, costó en total nueve mil quinientas pesetas. Más importante es la de El Cerro, que veremos pronto.

Pero antes hemos de llegar a Béjar, y venciendo el deseo de escalarlo, peñas arriba, hemos de cruzar el río Cuerpo de Hombre, seguir por Cantagallo hasta Puerto de Béjar, y entrar por el camino de Peñacaballera. Al Oeste, pocos kilómetros más lejos, empiezan Las Hurdes; pero aquí el terreno no es desolado ni ingrato. Desde la carretera, que ha ido escalando montes muy apretados de roble y encinas bajas, vemos, al fondo de su valle, las casitas de Montemayor, con un gran castillo que las domina. Como el castillo es del pueblo, y los pueblos no han encontrado todavía manera de dar trabajo a los castillos abandonados, Juan Cristóbal se lo compró sin verlo por dentro y sin moverse del olivar en que nosotros lo contemplamos ahora. En realidad, el gran escultor granadino tiene una opción de compra y un poder extendido a nombre de D. Filiberto Villalobos, lo cual es tanto como si el castillo de Montemayor fuera suyo. Recios cubos de piedra, paredones sólidos… Juan Cristóbal puede estar seguro de que el castillo esperará. (Cristóbal realizó la estatua del benefactor José Jáuregui, quien construyó el albergue de verano para niños en Candelario).

Va cayendo la tarde, y alcanzamos las casas de El Cerro a esa hora en que los montes empiezan a envolvernos con su adustez y gravedad. Las escuelas son amplias. Se abre el patio de juegos sobre un panorama soberbio. Más abajo está el barrio de Valdelamatanza, nombre que evoca la Reconquista, y al otro lado de esas colinas sombrías, de glebas rojas, empieza Extremadura. Aquí hay una maestrita que ha vivido en Vizcaya, y no se resigna al ceño de toda esta gran Sierra de Gredos. Puede consolarse, por lo menos, mientras esté en la escuela, transformando a sus alumnas poco a poco y preparándose a transformar también el pueblo. Por algo estas casas-escuelas tienen, al ponerse el sol, reminiscencias de urca, o de gran Arca de Noé que acaba de posarse en el Ararat. Todo han de contenerlo ellas. Todo ha de salir de ellas. Su vida interior puede bastar para volver a poblar la tierra y a darle un espíritu cuando no lo tuviere. Aunque el Ararat sea la Sierra de Gredos.

 

11.- EN CANDELARIO

Ahora, desandando el camino, volvemos a pasar por delante de Béjar, y subimos la gran pendiente de Candelario. Nos acompaña el rumor del río, que no ha de abandonarnos ni aun estando dentro del pueblo, y el último saludo de los pájaros que pueblan los álamos, fresnos y sauces entre las peñas. ¡Lugar extraño, Candelario! Nieve perpetua arriba, y naranjos, manzanos y laurel abajo. Las calles y el indumento más arcaico, y la industria y las costumbres más modernas. El río que le da vida, Cuerpo de Hombre se llama, lo aprovecha Béjar, pero al pasar por Candelario se divide en numerosas corrientes, y baja por cada calle, animándolas y saneándolas. A ningún otro lugar del mundo, como no esté muy lejos, se parece Candelario. Dicen que en Suabia hay una villa semejante, con los mismos tocados femeniles, las mismas joyas, y, caso curioso, la misma industria que le ha dado fama. Candelario mantiene su carácter antiguo, sin pátina. Es el pasado, vivo y fuerte, al que no ha llegado ningún género de descomposición externa.

Entremos en sus casas. La población apenas ha aumentado en un siglo. Sin embargo, el emigrante vuelve. No hay pérdidas. Lo que hay es pobreza vital, en medio del mayor bienestar económico. Matrimonios entre consanguíneos, con sus obligadas consecuencias y trastornos, como ocurre, en distinta medida, en las familias vascas. Limitación de horizonte… Con el cántaro a la cadera llega una de estas muchachitas pálidas, de tez asombrosamente fina, como una maravillosa flor que se marchitará con el soplo del viento. ¿Esta es la flor de Candelario? Esta es. Las que van llegando después no son menos lindas ni menos delicadas que ella. Una raza aristocrática perdura en el pueblo del embutido, y si el contraste os parece cómico, no lo

será tanto si pensáis que todas estas fuerzas, las de la tradición, las del dinero y las del signo más popular del exceso de salud sanguínea, van apagándose y cifrándose en esa flor de juventud breve, como la flor del loto.

Candelario tiene, además de sus escuelas, una colonia de estío para los niños pobres de Salamanca, situada en lugar incomparable, con habitaciones y dependencias cómodas y un parque de rosales. El agua nieve baja de Navanuño y riega esta obra de beneficencia legada por un capitalista bilbaíno. Es tarde. Viene un viento frío. Ya es hora de refugiarse en Béjar.

 

12.- EL ENIGMA DE BÉJAR

A caballo en su cerro, de piedra, Béjar aguarda con inquietud algún peregrino milagroso capaz de decirle si, desde ahora, será definitivamente una gran ciudad de nuestros días o quedará sólo como vestigio pálido de la grandeza pasada. Para contestar, no siendo zahorí, es preciso mirar al río. ¿Andan las fábricas? Pues ya empieza a marchar la ciudad. ¿Siguen paradas? Pues las cosas antiguas bastan.

El Cuerpo de Hombre, río pintoresco, de nombre extraño, cuyo cauce va abriéndose por un paisaje de nacimiento, no sabe nunca a qué atenerse. A veces le piden más de lo que puede dar, a veces le dejan ir ocioso, tratándole, no a cuerpo de hombre, sino a cuerpo de rey. Según sea la respuesta, así diremos quién tiene razón en la polémica de Béjar sobre el emplazamiento de las nuevas escuelas. El edificio, más suntuoso de todos los que llevamos vistos, se alza a un extremo de la ciudad. En la calle céntrica, tendida de un cabo a otro, como la espina dorsal del gran plesiosaurio berroqueño, está lo más rico y lo más pobre de Béjar: el barrio aristocrático y el barrio obrero. Las escuelas nuevas, junto a la vieja iglesita medieval y el torreón de las murallas, han ido a buscar, no sólo el paraje, sino también el vecindario más extremo. Para llegar a ellas desde el cabo opuesto, los niños deberán andar un kilómetro. ¡Pero si todos los problemas de Béjar fueran tan fáciles de resolver como éste! En el barrio rico ya se harán otras, además de las que tiene, y si la ciudad vuelve a crecer, no le faltarán recursos para construir locales nuevos.

Así plantea Béjar sus conflictos: “¡O todo, o nada!” Las abejas del escudo no piden más, sino que las dejen trabajar. El sitio es admirable. Da el campo de juegos hacia la Sierra de Candelario, que aparece muy próxima. Todo el valle está sembrado de casitas blancas: y como ya bien entrado marzo son muy varias las tonalidades del campo y de los montes, la perspectiva desde la escuela es una fiesta para los ojos. Esto es un sanatorio. Las clases, anchas y luminosas; las salas de descanso, más amplias aún. Todas las dependencias trazadas con lujo. Sin embargo, las escuelas de Béjar han costado setenta y seis mil pesetas, a las cuales hay que agregar otras veinte mil para los difíciles trabajos de explanación por medio de un muro muy sólido. La Caja de Previsión Social de Salamanca ha hecho aquí una gran obra. El arquitecto ha sabido darle al edificio, con una simple portalada de piedra, cierto aspecto monumental.

La explicación de la inquietud actual en la ciudad de Béjar es mucho más sencilla que la solución. Ya en el viejo Madoz de hace ochenta años, cuando Béjar sólo tenía cinco mil almas, hoy se acerca a diez mil, leemos que allí se fabricaban buenos paños, con buena maquinaria, montada sin omitir gastos. “A pesar de ello, se hallan paralizadas la mayor parte de las fábricas por falta de salida del mucho género que tienen elaborado”. Ahora no ocurre ya esto, porque la experiencia ha hecho cautos a los fabricantes, y más prefieren pecar por defecto que por exceso. Pero no tienen encargos.

Contaban antes con el paño bejarano para las capas. Ya apenas se usa ni el paño pardo ni la capa española. Tuvieron luego encargos para el Ejército, y ese apoyo les falta hoy. Los obreros esperan inútilmente unos pedidos que no llegan. Muchos emigran. Los mejores buscan trabajo en otra parte. Falta aquí la iniciativa industrial para cambiar de arriba abajo la fabricación, y cuesta mucho trabajo desprenderse de hábitos mantenidos desde 1824, cuando trajeron de Bélgica y Sajonia perchas, cepillos y aparatos para cardar e hilar. Toda la industria bejarana tiene sabor a siglo XIX, y tanto carácter de época como color local.

Béjar y Alcoy hicieron ricos a muchos comerciantes españoles, sobre todo madrileños, que luego se arruinaron con Sabadell y con Tarrasa, porque los catalanes se entendían directamente con tenderos y sastres. El almacenista holgaba, y en pocos años desapareció. Estuvo a punto de desaparecer también la pañería bejarana, sin la protección oficial.

Pero una industria que sólo cuenta con trato de favor o auxilio del Estado, vive en precario. Cuando le falta, como ahora, no sabe buscar otras salidas, ni mucho menos transformarse. Se limita a esperar y a solicitar. Por su parte, el obrero sólo tiene un recurso: emigrar. Y éste, en la mayoría de los casos, es tan doloroso que antes prefiere aguantar, esperar tiempos mejores y ayudar a los fabricantes para que sea más eficaz la petición. Las emigraciones en masa que hemos visto en pueblos de Salamanca no han terminado aún. Tal es la razón de que parezca inútil discutir sobre el emplazamiento de las escuelas de Béjar. Si las fábricas no vuelven a trabajar, la ciudad irá despoblándose, y ese local de barrios bajos servirá para la zona pobre, la más necesitada de edificios cómodos y sanos. Si en alguna parte escuchan al vecindario y empiezan a producir todas las fábricas, la situación estará salvada.

En este tono sencillo podemos plantear la cuestión, aunque, caminando por los pueblecitos próximos a Béjar, Fuentebuena, Valdesangil, recorriendo las calles, entrando en tiendas, casinos y cafés, llegaríamos a adivinar dentro de cada casa otro tono patético. Los maestros saben muy bien, sin salir de su escuela, cómo pagan los niños las grandes culpas de los errores industriales que hemos visto en pueblos de Salamanca que no han terminado aún.

 

13.- EN MIRANDA DEL CASTAÑAR

En Miranda del Castañar se entra por la plaza del Torneo. Las casas, todas de piedra noble y negra, ostentan escudos. Corre la Historia entre los guijos de sus calles en cuesta y los descarna como el agua de lluvia que va a dar en el arroyo Don Vivas y en el río Francia. Sólo con asomarnos por este camino de la Calzada de Béjar a los altos de Miranda, comprendemos que aquí empieza la sierra solariega, hidalga, capital de “gentes muy cristianas, de aguijada y abarca”.

Por turbulencias perdió Miranda del Castañar, en 1834, la cabecera del partido, que pasó a Sequeros. Se recluyó más, se metió más en su concha. Desde entonces debe de mirar hacia Salamanca y hacia Madrid con cierto recelo, que me parece justo, pues sólo hay en la Tierra una Miranda del Castañar. Se entra, como digo, por un patio de armas, del cual rebanó el Concejo todo un gran lienzo de muralla para ensanchar el camino de carros. Fue preciso derribarlo y quitarlo sillar por sillar, porque aquí no se cae una piedra si no la tiran.

Aquellos buenos castellanos, criados todavía con leche de la loba romana, construyen para la eternidad. Pero el resto, muros avanzados, cubos y defensas almenadas, y, desde luego, la torre maciza del Homenaje, se mantiene soberbiamente en pie. Sin duda por ser Miranda del Castañar villa turbulenta, necesitaba y necesita señorío, y el ministerio que cuando estaba vivo el castillo ejercían los ballesteros del conde de Miranda, hoy lo desempeña la Guardia civil. Bajo la torre, a su sombra y ocupando la plaza del Torneo, construyó el Concejo un cuartelillo, una casa-cuartel. Este barracón se despega y nos desconcierta como una nota falsa en una sinfonía bien entonada. Espero verlo derruir cuando Miranda del Castañar sepa su propio mérito.

Los franceses de 1808 se limitaron a quemar lo que podía arder, y en primer término, el Ayuntamiento; pero no construyeron nada. Tuvieron más respeto que estos otros enemigos de dentro. Cuando llegamos a la villa turbulenta salen las mujeres de misa y se arremolinan a la puerta de la iglesita de Santiago. Trajes más montañeses, más astures que los de Candelario. Mejillas más sanas y ojos más infantiles. Las muchachitas llevan sus joyas: collares, pendientes y botones de oro labrado, como las charras de tierra llana y las payesas mallorquinas. Han salido a nuestro encuentro desde que nos vieron entrar por el arco de la Alhóndiga, donde campean todavía las armas de Carlos V. En la misma Alhóndiga, hoy escuela de niños, asoma, si no recuerdo mal, la mano de Cisneros, fundador y constructor antes que Carlos III. Pero es tan fuerte la sensación de vida remota y arcaica, que no necesitamos ir señalando fechas a las piedras, sino sencillamente internarnos calleja abajo, hacia el santuario de Nuestra Señora de la Cuesta.

Mis compañeros de excursión se han quedado atrás, y el único ser extraño y anacrónico que asoma bajo el alero de los tejados de Miranda soy yo. Me falta costumbre de pisar estas losas. Tardo en enterarme de que mientras yo levanto la vista a las gárgolas y a los escudos de piedra, unos ojos de mujer se están clavando en mí.

— ¿Dónde cae la escuela?, pregunto para justificar un poco mi curiosidad.

— Don Filiberto lo sabe, me contesta riéndose. Villalobos, en efecto, debe saberlo todo, aunque éste ya no sea su distrito de Béjar, sino Sequeros, donde tiene arraigo y afectos Eloy Bullón. Pero lo que no sabrán Bullón ni Villalobos es cómo ha podido conservarse el tipo fino de esta damita medieval, digna de vivir en la corte de Teobaldo el Francés, tan arcaica por el peinado y tan moderna por la sonrisa con que se está burlando de mí. ¿Qué familias nobles quedan en Miranda del Castañar?

Los olivares y encinares que rodean este término, ¿tienen todavía fuerza para sostener casas de cierta tradición? ¿O será, simplemente, esta muchacha hija de algún empleado de la Hidroeléctrica del río Francia? Hemos encontrado, en efecto, porque don Filiberto lo sabía, las escuelas de Miranda del Castañar. Pero antes quiero completar el cuadro de esta villa describiendo nuestra entrada, mejor dicho, nuestra invasión en la iglesia gótica de Santiago, cuyo atrio, sostenido por cuatro airosas columnas, me trae, quizá arbitrariamente, reminiscencias romanas de Emérita Augusta. Hay allí una piedad, magnífica talla en madera; había una gran lámpara de plata anterior a los Zúñiga y Avellanedas, que resistió la francesada, pero que ya no está. Enterramientos que subsisten y cuadros que desaparecieron. Todo el templo, incluso las columnas de piedra, está encalado.

Y quiero describir también el viaje a través de las calles de Miranda, tortuosas, estrechas y, sin embargo, amables; es decir, el viaje a través del siglo XIII, en compañía del señor alcalde, el secretario y el señor cura, para ver la ermita de la Cuesta, donde se apareció la Virgen al pie de un olivo. Subí al santuario, y a pesar de mi resistencia, por respetos a lo divino, un concejal dio vuelta a la imagen. ¡Juraría que no fue ésta la aparición y que ni el hijo del conde Grimaldo, de sangre real francesa, ni los primeros condes de Miranda, pudieron ver la que he visto yo!

Todo el retablo está guarnecido de oleografías modernas. Sospechando que pudieran cubrir los cuadros antiguos, trepa un muchacho, tira de los lienzos y cae un bastidor. En efecto. La estampa cubre una pintura veneciana. Quizá de escaso mérito; pero ¿y las otras? ¡Quién sabe si habrá algo interesante debajo de los demás cartones! Realizado el descubrimiento al aire libre y bien enterado el Concejo, es ya difícil que nadie toque al tesoro artístico de Miranda del Castañar.

Pedir en este ambiente escuelitas rurales de tipo moderno sería como llevar otra estampa al retablo u otra casa-cuartel al patio de armas del castillo. ¡Tiéntese bien la ropa el arquitecto, señor Secall, antes de intentar esa empresa! Pero la construcción es indispensable. Las dos escuelas que vimos van demasiado bien con el pavimento de las callejas. Una, cerrada ya, sólo tiene un magnífico miradero, resguardado del viento, donde florece un laurel y algún frutal. La otra se defiende con gran tesón. Empiezan a ceder los machones. Una de las paredes laterales, traspasada de humedad, va cubriéndose de incipientes estalactitas, que llegarán a formarse si antes no se hunde. Cruzan las grietas en zigzag por distintos sitios. Y el techo, vigas al aire, está poblado de nidos de golondrina. Entran y salen, piando con su agudo y alegre chillido, las avecitas del Señor. Dice el maestro que esto es muy bueno. Las golondrinas acaban con todos los bichos que hacen daño.

 

14.- POR LA SIERRA DE FRANCIA

Debimos avanzar hasta Sotoserrano, para bordear luego Las Hurdes, deteniéndonos en La Alberca, su pórtico, donde nos esperaban hurdanos, verdaderos hurdanos, que deseaban hablarnos de la educación de sus hijos. Hubiera sido algo más que un placer estético ver llegar en el frío del crepúsculo la sombra de los dos picachos con sus dos santuarios: Las Batuecas y Peña de Francia. Estas sensaciones fuertes, broncas, de naturaleza madrastra, debe conocerlas todo buen español, sin lo cual hablará de muchas cosas de memoria. Pero hemos perdido tiempo, muy bien perdido, es decir, muy bien empleado, en Miranda del Castañar.

El plan será volver a Salamanca por Sequeros, atravesando la sierra de Tamames y entrando por los encinares y los pueblecitos de tierra llana. Quedan para otro viaje Las Hurdes. También hemos dejado para otra ocasión el paisaje lunar que imaginamos del lado allá de esas montañas nevadas; porque el camino de Garcibuey y Villanueva del Conde, con sol de primavera temprana en el mes de marzo, poblado de árboles que empiezan a florecer, junto a los que mantienen hoja perenne, sólo puede darnos impresiones gratas y amables. Por esos montes, muy espesos, baja estrechándose y abriendo un surco hondo, entre pintorescas laderas, el río Francia. La carretera traza curvas magníficas. Acaso en los inviernos crudos, de mucha nieve, sea temerosa esta Sierra; pero cuando la cruzamos nosotros nada indica que unos kilómetros más allá se agazapan Las Hurdes.

 

15.- AÑORANZA DE SEQUEROS

De estas sorpresas abundan los viajes por España. ¿Quién diría que Sequeros es un paraje delicioso, digno de ser visitado con calma y no al pasar, como en una película? Hubiera querido yo saber si tiene todavía Sequeros la misma escuela que hicieron construir por suscripción en 1845 varios vecinos del pueblo, y entre ellos el salmantino don Juan Pacheco, cuyo donativo, enviado desde Cuba, fue el más importante. Deseaba ver el retrato del indiano, que debe conservarse aún. Pero pasamos como un relámpago.

El automóvil nos expone a graves peligros y a faltas imperdonables: “Creo que al pasar por Sequeros, me escribe desde allá persona que yo debí haber visitado antes que al retrato de don Juan Pacheco, estuvisteis en un sitio muy bonito que llamamos El Barrero, y precisamente una huerta muy hermosa que está junto al Barrero, donde veríais todos los frutales en flor, es la de nuestra casa, y, por consiguiente, la tuya”. Esto suele ocurrir con la felicidad: que más de una vez llegamos a sus puertas y vemos la flor de sus frutales sin darnos cuenta de ello. Al médico de Sequeros, don Eduardo Ferrán, cuyo nombre es popular y respetado en toda la Sierra, envío desde aquí mis disculpas; aunque el más castigado sea yo, que no supe conocer la huerta del Barrero.

 

16.- LA DEHESA SALMANTINA

Desde Sequeros, por el campo de batalla, vamos entrando en el llano de Tamames. Empiezan ya los encinares. Forzamos la marcha para comer en la estación de Fuente de San Esteban y volvemos luego a la visita de escuelas, en cinco pueblos de tierra llana. Sepulcro-Hilario, Abusejo, Aldehuela de la Bóveda y Robliza de Cojos tienen ya escuelas construidas por la Caja de Previsión de Salamanca. Las de Tejares las construyó el Estado.

Son los pueblos típicos de la llanura salmantina: paisaje de líneas amplias, encinas espaciadas, de gran copa, redonda y pomposa; surcos sin fin, prados vastísimos por donde cruzan, pacíficos, rebaños, piaras y también puntas de ganado bravo. La distancia de pueblo a pueblo, ¡caso interesante!, es cada día mayor. No porque los pueblos cambien de lugar, claro está, sino porque algunos van muriendo, desaparecen, se hunden. Queda en su solar un despoblado, con existencia geográfica. El despoblado de Sepulcro-Hilario es la Fresneda. Ya hablaremos de estos despoblados y de estas soberbias y silenciosas tierras de señorío. Los caminos desarrollan su cinta de largo metraje sin tropezar con un ser humano. El cielo claro, de una diafanidad impasible, nos envía algunas veces un soplo lento y frío.

Aunque el doctor Villalobos no quiera decírnoslo, yo comprendo toda la belleza y todo el peligro de estas llanuras. Cerca de Sepulcro-Hilario, donde nace el río Yeltes, está la Laguna de Cristo. Estos pueblos, a pesar de todo, quieren vivir, y algunos han triplicado la población en medio siglo. Son trabajadores. Mejoran su instrucción. El entusiasmo con que aceptan la idea de edificar escuelas de nueva planta y el júbilo con que las ven terminadas, indican su vehemente deseo de salir del atasco en que vivieron durante muchos años.

La de Sepulcro-Hilario, obra de estudiada sencillez, en la que el arquitecto, señor Secall, logra realizar un tipo simplificado hasta el último límite, con sus dos grandes salas, para niños una y para niñas la otra, despachos bibliotecas, dependencias, galería cubierta, patio de juegos, rodeado de verja, costó cuarenta y ocho mil pesetas. Maestros y discípulos entran allí con alegría. En uno de estos pueblos se había hundido la escuela vieja una mañana, salvándose milagrosamente los muchachos. Pasar de aquellos locales inhabitables a las escuelas nuevas es nacer a otra vida. Ahora depende de ellos, tanto de los maestros como de los Ayuntamientos, obligados a velar por la conservación y mejora de sus escuelas, que no se malogre el esfuerzo realizado.

En Abusejo, el antiguo dominio de Gor (perteneció a Mauricio Álvarez de las Asturias Bohórquez, conde de Abusejo y duque de Gor), también con su laguna, sus encinares, sus dehesas y su industria de carbón de brezo, buenas tierras a media legua del Huebra y una historia que se remonta al siglo XII, el presente vale mucho más que el pasado, próximo y lejano. Sesenta y cinco mil pesetas, que pagarán en veinte años a la Caja de Previsión, han resuelto el problema del pueblo. He visto a la maestra de niñas, doña Enedina Alonso. Todo está limpio y risueño. Las niñas han dejado sobre cada pupitre su delantal blanco. Quizá el material no sea tan limpio ni tan nuevo como merece la maestra. Si corremos el pueblo veremos una intención de arte en sus calles: esgrafiados originales en casitas humildes, gentes bien vestidas… Es domingo. Por eso, la calle de la escuela de Abusejo parece hoy la plaza Mayor de Salamanca.

Aldehuela de la Bóveda sirve a otros dos poblados: Bóveda de Castro y Villar de los Alamos; a dos aldeas, tres alquerías y un coto redondo que se llama la Huerta de Mozarbitos. La población escolar es numerosa. Aquí las dos escuelas, con dos casas separadas para maestro y maestra, han costado cincuenta mil pesetas. Quizá sean éstas las que cumplen mejor los propósitos de la Caja de Previsión. Pero ya es tarde para hablar de ellas con la extensión debida, así como de Robliza de Cojos. Aquí hay uno de los maestros más inteligentes de la provincia. El pueblo sería rico si la propiedad apareciese en él en su forma normal. Sin embargo, debo decir, en justicia, que los hermanos Pérez Tabernero realizan buena obra a favor del pueblo, especialmente don Antonio, que además de ayudarle facilitando medios de vida, distribuyó hace algunos años un centenar de fanegas de tierra, a título gratuito, entre los pobres del pueblo para que tuvieran huertos propios que cultivar. La escuela nueva, recién inaugurada, se desenvuelve con estrechez. Valdría la pena ayudar al maestro que trabaja en ella con tanta fe.

Y al llegar aquí pienso otra vez en la Liga de Amigos de la Escuela. Los últimos locales que visitamos, muy cerca de Salamanca, son los de Tejares. Aquí construyó el Estado. La arquitectura es, sin duda, de intención más decorativa y más suntuosa que las escuelitas de Secall. También el coste es mucho mayor. Lo esencial está menos cuidado, y en conjunto exigen un esfuerzo más considerable. Ya estamos de vuelta en Salamanca. La obra que acabamos de ver es tan práctica que, por emulación, quiero dar a estas líneas finales un sentido semejante al suyo. La Caja de Previsión de Salamanca pide con carácter general, para todas las instituciones análogas, una cantidad módica, cinco mil pesetas, por escuela construida y entregada. Esa cantidad es para la propia escuela, para pagarla y para un fondo de conservación y mejoras. Nada más justo que su petición. Nada más eficaz que esa pequeña subvención para estimular a nuevas construcciones.

 

17.- DESCANSO EN SALAMANCA

Como esta Universidad salmantina es la más gloriosa, puedo atribuirle, no sólo alma, sino también voz. Me asomé al claustro por primera vez el año 1902. Habían matado miserablemente a dos alumnos dentro de la Universidad, y llegué, como periodista, a tiempo de ver sus cadáveres atravesados de balazos. La segunda, con Rafael Gasset, en propaganda de riegos y caminos vecinales. Ahora me trae la visita de escuelas. ¡Escuelas! Me parece que la Universidad se encoge de hombros y me dice: “¡Nunca vienes aquí a estudiar!” Tiene razón. Le sobran magníficos y soberbios títulos para hablar con tal confianza. Bastaría la cátedra de fray Luis, con sus famosos bancos torturados y trabajados, para que se lo perdonáramos todo. Pero, además, la Universidad salmanticense, tradicional e histórica, puede permitirse un gesto de desdén ante el que venga aquí pensando en algo tan humilde como la escuela. La escuela era desbroce, roturación, faena de legos y frailes de pocas letras. A su función se le llamaba desasnar. En suma: democracia.

El concepto noble y elevado de la escuela vino cuando ya estas piedras estaban bien doradas por el sol. Por eso, conociendo la fuerza que en Salamanca tienen y tendrán siempre esas piedras doradas, no estoy conforme con la escuelita que levantan cerca de los Irlandeses. Secall ha construido la parte arquitectónica del monumento a Gabriel y Galán, obra que, dentro de su original modernidad, va muy bien con todo el ambiente sabio y cultísimo del Renacimiento salmantino. Quien ha sabido hacer ese frente tan decorativo, con líneas sencillas y armónicas, puede construir una gran escuela digna de Salamanca. En villas y aldeas bien está el tipo sumario, de tintas planas: blanco y azul, con su tejadillo reforzado y sus grandes ventanales. Pero aquí eso no es arquitectura. Hace falta encontrar el modelo, mejor dicho, crearlo; porque el Siglo de Oro de Salamanca podía darlo todo, menos escuelas. Quizá sea éste el único reparo que debo poner a la obra de la Caja de Previsión Social.

El descanso de un día nos sirve para ir entrando en la ciudad; para ir asomándonos a su vida, y no sólo a sus monumentos. Hemos venido a ver una empresa excepcional, llevada a cabo por hombres de acción y, bueno será decirlo, de acción política. Esto, en cualquier caso, aunque sintiéramos la tentación de estimar sólo el valor estético de las cosas, nos impediría limitarnos a la mera contemplación del paisaje y de la obra artística.

 

18.- LOS LATIFUNDIOS DE SALAMANCA

Salimos al mediodía camino de Ciudad Rodrigo, y nos detenemos a comer debajo de una encina. La hora es grata, todavía no castiga el sol; la compañía, más grata aún; los encinares se extienden carretera adelante, dándonos idea de la inmensidad de estos llanos de Salamanca y de estas fincas de muchos centenares de hectáreas bajo una sola linde. La visión del paisaje sería incompleta si no supiéramos agregar la parte humana, que aquí tiene valor estético también, porque la Historia es una suma de pequeñas tragedias personales, cuya síntesis puede ser apreciada a veces con lo que alcanzan nuestros ojos a la sombra de una encina.

Salamanca vuelve a subir después del terrible descenso del XVIII. Pero su crecimiento no será firme si no crecen también los pueblos. La gran cuestión de esta campiña, sería ciego, por ceguera o por egoísmo, quien no llegara a comprenderlo así, es el régimen de propiedad de la tierra. “Fueron los caudillos de la Reconquista, con sus rapiñas, dice Villalobos, la forma absurda y funesta en que se hizo la desamortización y el oro de los indianos, que adquirieron vinculaciones rústicas en toda la provincia, quienes crearon en realidad este régimen. Las consecuencias han sido fatales”.

Aunque sean hechos y datos conocidos, no estará de más volverlos a citar. En Salamanca, cuarenta propietarios tienen más riqueza imponible que los otros quinientos mil habitantes. El sistema de colonia funciona de tal modo que han desaparecido, en menos de medio siglo, cincuenta y dos Ayuntamientos. Al propietario le conviene quedarse libremente con sus fincas, y acude a todos los medios para echar al colono. Alguna vez los expulsaron en masa, como en el caso de Campo Cerrado. Hoy esto no puede hacerse; pero acuden a otros procedimientos: niegan la sucesión a los hijos, denuncian el contrato, no admiten plazos largos, sino de seis años para la renovación de contratos.

D. Filiberto Villalobos lo ha contado, con pruebas, en el Congreso. Hay un Ayuntamiento constituido por diez dehesas, y en el que hace diez años era el pueblo matriz no habitan hoy más que el rentero y el cura párroco, porque la maestra, al quedarse sin alumnos, en vez de reclamar, se fue a vivir a su casa. Los renteros no pueden admitir en sus casas personas extrañas a la familia. Sólo al herrero, al vaquero y al guarda. Y como los desahucios no bastan, porque los vecinos pueden volver, hubo un propietario en Anaya de Huebra que prendió fuego a las casas después de expulsar a los colonos. En esta guerra, el colono siempre es derrotado. Las contribuciones ha de pagarlas él. Si es necesaria alguna obra ha de sufragar los gastos él. Sólo aquí podemos caminar noventa kilómetros, sin interrupción, por tierra de señorío. Y de esta tierra, poco a poco, van desapareciendo los pueblos, porque a los propietarios les interesa irse quitando estorbos.

Pero el mal es viejo. Quizá Villalobos y sus compañeros de propaganda han leído al benemérito Ponz. D. Antonio Ponz, que vio tantas cosas, anota en su Viaje de España las causas de la despoblación de Salamanca y su provincia siguiendo una representación del clero salmantino al Rey Don Fernando VI. Las guerras de los Austrias se llevaron la juventud. Se llenó el campo de broza y aspereza por falta de brazos. Fue más fácil encontrar pastores que labradores. Luego aumentó el número de gentes, pero no el de tierras cultivadas. Reducidas a pastos las labrantías, fueron ganando terreno los propietarios, convirtiendo los lugares concejiles en cotos redondos adehesados. Perecen los pueblos. “La provincia vive en cierta especie de mísera esclavitud”. “Las iglesias de los despoblados sirven de corrales y pocilgas para ovejas y cerdos”.

No fue necesaria la desamortización ni el oro de América: “En la latitud de siete leguas y longitud de solas cinco, dice esa representación a Fernando VI, que tocan a los partidos de Baños y Peña de Rey, a que se ha reducido este estado (para demostración del restante de la diócesis), reconocerá V. M. ciento veintisiete lugares que todos o casi todos eran concejiles y tendrían pocas menos iglesias parroquiales y más de mil labradores de yunta, que cómodamente podrían mantener sus términos, con más los correspondientes artesanos, pastores respectivos, guardas y criados; y si la piedad de V. M. vuelve los ojos al que en el día tienen, reconocerá también que los ciento veintisiete poblados han quedado en solos trece; y que los ciento catorce restantes se han asolado con daño de V. M. y el Estado; que las ciento veintisiete iglesias están reducidas a cuarenta y siete vivas; que en el día aún existen otras cuarenta arruinadas, y que, manteniendo o pudiendo mantener mil treinta y dos familias, útiles, andan expatriadas y sujetas a servidumbre”.

 

 

Periodista Luis Bello

 

Doctor Filiberto Villalobos

 

Fernando Íscar Peyra

 

 Cueva excavada por Andrés Rodríguez en Peñarandilla

 

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