Las escuelas en la provincia de Zamora a principios del siglo XX
CON LA CRÓNICA DEL VIAJE DE LUIS BELLO A ZAMORA FINALIZA SU TRILOGÍA DE ARTÍCULOS SOBRE LA ANTIGUA REGIÓN DE LEÓN (1926-1929)
1.- En Fermoselle
2.- En Zamora
3.- Callejeando por Zamora
4.- En Benavente
5.- El castillo de Benavente
1.- EN FERMOSELLE
Tampoco debo pretender que un viaje por tierra de Zamora, con parada en Fermoselle, en la capital y en Benavente, dé idea, siquiera aproximada, de toda la provincia. El auto ha dejado atrás la villa de Ledesma, erguida sobre el Tormes y apoyada con maravilloso gesto en el brazo del puente. Sesga hacia Portugal, río abajo, y más allá de Trabanca, las glebas pobres se le convierten en pedregales y montes, derrumbaderos y grandes cortaduras. Pasa el río salmantino cerca de su confluencia con el Duero, en una quebrada pintoresca, llena de viñedos y olivares, y llega a los altos de Fermoselle, miradero espléndido para contemplar la llanura lusitana que por este lado es rojiparda, como la de Zamora.
Fermoselle, pueblo grande, vieja aduana, con un castillo desmantelado, que en tiempos tuvo, para defenderse, dos compañías de inválidos, se encarama también sobre un cerro y va extendiéndose a una y otra ladera. En lo más elevado, ocupando una posición incomparable, están las escuelas que construye la misma Caja de Previsión de Salamanca, Ávila y Zamora. Esta es la más importante de todas sus obras. Escuelas graduadas, de seis grados, capaces para trescientos alumnos. Secall, cada vez más seguro, a medida que practica su oficio de constructor de escuelas, ha empleado aquí la piedra y la madera, dándoles intención decorativa. El edificio, terminado, no llegará a costar doscientas mil pesetas. Es la cifra más alta, como no sea la de Arenas de San Pedro, que yo no conozco.
De esta manera, Fermoselle responderá a la buena nota que han sabido conquistarse las provincias castellanas y. leonesas; especialmente León, Soria, Palencia, Ávila y Zamora. Esta última tiene uno de los mejores puestos en la estadística comparada de las escuelas nacionales. Si todos los chicos de Fermoselle no van a la escuela hoy es porque no tienen sitio. Zamora es una de las pocas provincias españolas en que los alumnos asisten los cinco años de la edad escolar y aún más allá de los cinco años, en las clases de adultos.
Todavía Fermoselle es población importante. A lo largo de la carretera que entra en Portugal y sube hacia Sayago va formándose una línea de casas industriales, almacenes, depósitos. Quiere esto decir que ha sabido abrir los ojos al mundo. Pero seguimos adelante por los campos desnudos, donde la luz no basta a enriquecer la estameña del suelo; y aun en esas aldeas míseras, que ya no pueden hacer casas y cercados con montones de piedras, sino con adobes, los muchachos zamoranos asisten a clase en igual proporción. Los padres no se los llevan prematuramente, ni por abandono ni por codicia, o por necesidad, como ocurre en Extremadura y en casi toda Andalucía.
Son, sin embargo, pueblos muy castigados por toda clase de inclemencias, que siguen ateniéndose a su pan de centeno y donde los mayores propietarios escasamente cosechan lo indispensable para vivir. ¿Quién puede pedir que sea una escuela modelo, alegre, limpia y luminosa, la escuela de Fadón? Si sus casitas bajas, que ya no parecen hechas de adobe, sino de barro seco, sin ninguna argamasa, han reducido hasta un mínimo inverosímil las necesidades de sus moradores, ¿cómo vamos a sorprendernos de que la escuela sea humilde también? En estos pueblos todo es color de tierra, y la tierra es color de barro. Imaginamos que la lluvia va a disolverlos, como la marea disuelve y borra los castillos de arena que hacen los niños en la playa. Vemos también que con el sol de agosto se abrirán, resecos y resquebrajados. Sin embargo, su fragilidad es aparente.
El barro es eterno. Un género de eternidad, inmutable, como la del hormiguero, a cuyo ejemplo se acerca todavía más el silo. Una eternidad sin rumbo, sin mañana y sin más allá, como no sea en otra vida. Las casas de adobes y la manta sobre la cabeza, casi tapándose los ojos, dan idea de un propósito de no ver, no comparar, no querer salirse de su propia individualidad. ¿Se alcanza bien el valor de la escuela, por modesta que sea, en estos lugares tan peligrosos para el hombre recogido, reconcentrado y propenso al ensueño o al estupor? La escuela lo lanza fuera de su pequeña realidad, a otra más amplia; le da nociones, ambiciones. Le dispone y arma para correr mundo. Por la escuela se enlaza su eternidad de barro con esta actualidad mudable en que vivimos, que yo no me atreveré a decir si es de piedra o cemento, de oro o de caucho; pero que vale la pena de ser entrevista desde los campos de Zamora.
2.- EN ZAMORA
Pocos kilómetros más allá de Bermillo de Sayago cruzamos el puente sobre el Duero y entramos en Zamora. ¡Emoción fuerte e inolvidable, que sólo puede experimentarse una vez, y que para mí llega suavizada, gracias a la luz del sol, por un velo brillante, como una polvareda de plata! Zamora da siempre un tono frío; no es dorada como Salamanca, y si faltase el sol, la plata sería ceniza. A pesar de sus paseos nuevos, de sus calles modernas, su Instituto, sus cuarteles, sus fábricas y su vida de extramuros, lo que buscamos en ella anda alrededor del siglo XII.
Si queremos ser sinceros al dar cuenta de una excursión por sus escuelas hemos de confesar cierto desencanto. Nos parecía que a las cifras de la estadística en toda la provincia debía corresponder una situación satisfactoria en la capital. No ha sido así. Creo preferible decirlo lealmente y estimular a los zamoranos para que se interesen por la situación de su primera enseñanza. En Zamora, donde el censo escolar pasa de tres mil alumnos, hay más de mil niños y de seiscientas niñas sin escuelas. No llegan a setecientos los que reciben instrucción. La enseñanza particular, especialmente la religiosa, va sustituyendo, hasta donde puede, la acción del Estado. Hay una escuela de párvulos, sin graduar. Clausurada por falta de local la práctica de niñas, que tiene cuatro grados. Visité las escuelas de Fernández Duro, donde un profesorado inteligente realiza obra muy eficaz y meritoria. Llegué a la calle de Balborraz…
No. No quiero difundir la leyenda de escuelas de otros tiempos, en parajes impropios. Basta la indicación de que la ciudad necesita un gran esfuerzo para ponerse al nivel de la buena fama que goza toda la región. Las últimas obras realizadas son de larga fecha. Hacia el 75, medio siglo, construyó escuelas públicas en el arrabal de San Lázaro. Hacia el 80, en el de San Frontis. Luego hay edificios arrendados para la enseñanza primaria; pero, en realidad, puede decirse que está en un momento de cansancio. El pasado va, poco a poco, gravitando sobre el presente. Necesita sacudir el sueño y aislar en su zona, puramente estética y religiosa, el maleficio del siglo XII.
3.- CALLEJEANDO POR ZAMORA
Al amanecer salgo, solo y sin guía, para dar vuelta a las murallas de Zamora. En la Plaza Mayor, nadie. Nadie en los soportales. Ese viento de la mañana, punzante y tónico, que conocen madrugadores y trasnochadores, me lleva a buen paso por callejas desconocidas. ¿Adónde voy tan afanado? ¿Qué tengo que hacer yo en la Rúa de los Notarios? Si las escuelas no han abierto y los maestros duermen, ¿para qué tanta diligencia? Es por vivir más tiempo las pocas horas de mi viaje. Quiero saturarme del aire de Zamora. Yo iba buscando, no ya el castillo ni la catedral, sino una iglesia de Puerta Nueva que había visto pintada no sé dónde, grave como un capuchino, coronada por la veleta de Pero Mato, centinela perpetuo de Zamora.
Sabido es cómo nunca se encuentra lo que vamos buscando en las ciudades que ignoramos. Veo, en cambio, el amanecer de la ciudad, que en todas partes comienza por los mercados y las iglesias. Rondo las murallas, como un compañero de Pero Mato, y tomando una gran vuelta doy en la rinconada que lleva el nombre de “El Degolladero”. Ha ido naciendo, poco a poco un día sin nieblas, y llego a tiempo de disfrutar algo extraordinario: Yo he visto salir el sol por bajo los arcos del puente viejo, y cubrir de diamantes encendidos la panza de una pobre barca encallada en las arenas del Duero. Vienen los rayos, enfocados por los ojos del puente, como otros tantos reflectores, y un viejo mendicante y yo formamos todo el público del suntuoso espectáculo.
Después de las murallas, otra vez a la catedral románica y al miradero del castillo. El románico es tan abundante en Zamora, que no hace sino un aprecio relativo de su mérito. He visto una iglesia románica convertida en carbonería. La recorrimos de un lado a otro. El efecto de grandes montones de carbón, bajo las soberbias vigas de su techumbre bizantina, que han resistido ocho o nueve siglos y pueden arder cualquier noche, es, realmente, nuevo. Allí presenciamos el extraño rito de los carboneros, cosiendo los sacos. El párroco de Santa María de la Horta nos llevó a ver su iglesia de extramuros, en la Puebla del Valle. También tiene apoyado en el ábside un almacén de carbón que tapa dos ventanas. Pero ¡hay allí tanto románico! que el buen párroco ha de gritar muy alto si quiere que le hagan caso.
No es ésta, sin duda, toda la ciudad de Zamora, ni quiero presentarla como un vestigio del siglo XII. Ahora aguarda la concesión del ferrocarril, que nunca llega. Su situación es espléndida, a orillas del gran río; pero el Ebro se ha adelantado, y no hay saltos del Duero. Zamora tiene que defenderse. Ha explotado poco el turismo. Piensa convertir en mercado una plaza magnífica; es decir, no ha comprendido la importancia del carácter. ¿Cómo se defenderá si no empieza por cuidar la instrucción? Si alguien censura la ligereza con que sigo adelante después de tan pocas líneas dedicadas a las escuelas de Zamora, recuerde que vengo aquí de paso para Benavente. Todavía estoy bajo la jurisdicción de la Caja de Previsión de Salamanca, que construye para esa villa zamorana uno de sus mejores edificios.
4.- EN BENAVENTE
Vamos primero por las tierras agrias de Torres, asiento de la primitiva ciudad, campo de ruinas, y luego, por la margen derecha del Esla, siguiendo una gran cañada que viene de la Extremadura portuguesa. El suelo parece ablandarse a medida que subimos hacia los montes de León. Todo va preparándonos a un cambio de ambiente. Pero no es fácil adelantarse a imaginar lo que es la villa de Benavente, aun teniendo ya noticia de su genio comercial y trabajador. Desde que entramos en ella nos envuelve el trajín del mercado. Subimos por una plaza en cuesta, la Plaza de los Bueyes, porque allí compran y venden los ganados, hacia el Corrillo de San Nicolás y la Rúa.
La calle de Toledo en día de verbena puede dar idea de lo que es un mercado en Benavente. Antes bajaban de Ponferrada y hasta de Galicia, en años malos, a surtirse de grano, trigo y centeno, y se lo llevaban en cueros de cabra. Ahora el radio quizá sea más extenso, porque muchos pueblecitos de los contornos tienen mejores vías de comunicación. Desde los charros hasta los leoneses llegan al ferial y se llevan su buen ganado, sus aperos de labor, sus objetos y utensilios surtidos por el comercio. Podía ser esto el movimiento pasajero de un día de feria; pero siguiendo calle arriba, hacia la iglesia de San Nicolás o San Juan del Mercado, veremos por todas partes que los comerciantes van y vienen detrás del mostrador; en las fraguas se oye el martilleo sobre el yunque.
Hay librerías. Bernabé Palenzuela tiene su taller de encuadernador. Muchos médicos, diez o doce; muchos abogados. Todo esto, en una villa que no llega a seis mil habitantes, demuestra gran vitalidad. Había en Benavente unas escuelas nuevas. Dos salas enormes, construidas con el criterio de hace treinta años, donde los maestros enferman de la garganta sólo para hacerse oír. Estas salas podrían ser divididas y desdobladas. Pero ahora el Ayuntamiento ha encargado a la Junta salmantina otras escuelas, terminadas en un año, las más capaces, las mejores que hemos visto aquí, y cuyo coste, sin embargo, no alcanza a cien mil pesetas. Así estará servido el pueblo y podrá continuar su buena tradición. Enviamos, al llegar al término de su jurisdicción, un saludo a Villalobos y a Íscar. Con el saludo va nuestro deseo de que el Estado favorezca a los pueblos que sepan construirse sus escuelas con una pequeña subvención. ¿No subvenciona las casas baratas? Mucho menos se le pide, y con más justo título, para las escuelas.
5.- EL CASTILLO DE BENAVENTE
Y ahora ya podemos subir al castillo de los Pimentel, al magnífico torreón, último resto que permanece en pie del palacio de Benavente. Aquel Pelegrino curioso, doncel, vecino de Jérica, que descubrió y editó don Pascual Gayangos para la Sociedad de Bibliófilos, y que hizo antes que Ponz, en 1570, su viaje de España, llegó también a este castillo; pero entonces florecía en todo su esplendor. El peregrino valenciano, que firmó Bartolomé de Villalba, y dejó inédito su libro, no era un escritor. Pero tampoco un aventurero, ni un pícaro, como otros peregrinantes del camino de Santiago. En Benavente le maravilló la campiña y la huerta “de lo bueno de Castilla la Vieja”; la armería del castillo, “lo mejor de España, sin agravio de nadie, quitando la del rey”. Dos mil coseletes vio allí, todos con el aderezo necesario, “y unos espejos que os podéis mirar en ellos”.
Todo lo visitó despacio, porque tenía en Benavente un paisano suyo al servicio del conde, y como aquí describe, lo que no suele hacer en el resto del libro, lleno de digresiones, fábulas y desahogos poéticos, podemos saber lo que era en 1570 el castillo de Benavente: “Es de los Alcázares reales buenos que hay en España, porque es palacio con todas las calidades que se requieren, lo uno porque es fuerte y está bien murado, con su foso y barbacana y otras cosas que le fortifican, y demás de esto, secundariamente tiene en sí todo lo que se puede pedir: gran patio, lindos corredores, hermosos balcones y rejados grandes; salas, recibidores, antecámaras y entre las piezas muy buenas que tiene notó el Pelegrino la sala que llaman de las Armas, que es cuadrada, y todos los blasones de las personas calificadas están allí, y es muy dorada y vistosa, y además de esto hay unos aposentos con un corredor que extiende la vista al campo, al río, a la huerta, a la villa…”
Es el soberbio corredor de dos cuerpos, abierto en el ancho muro del torreón que se conserva en pie. El doncel de Jérica se conmueve, viciado ya por un principio de aquella blandura que nos vino de Italia; pero pone el contento de las bellas vistas a cargo de algún caballero principal. “Y todo es tan bueno, agrega, que cualquier señor que la viere quedará con gusto della”.
El último señor, el más calificado, fue Napoleón, pero antes llegó un príncipe de Alemania… “Y ansí, llegando un príncipe de Alemania a visitar al conde, que se conocían, le comenzó a mostrar su recámara y armería y cosas particulares, y entre ellas el conde, por cosa que lo merecía, le mostró su palacio y grandezas, y particularmente, viniendo a la cocina, como por allí son más epicúreos, dixo el príncipe: Pequeña cocina me parece ésta, señor conde, para tan gran casa”. El conde, que era sabio, le respondió: “Ser tan pequeña la cocina ha hecho que la casa sea tan grande”. Respuesta de príncipe prudente, por cierto.
Algunos restos de esta grandeza pudo ver Bonaparte cuando se alojó allí persiguiendo a las tropas inglesas. Todavía quedaban los árboles de aquellas alamedas que tenían “tres carreras de caballo”, “mucha jardinería en las hierbas y muchos víreles con pescados”. Lo que no estaba ya era la gloria de los Pimentel ni la entereza del gran conde de Benavente. Hoy no es posible asomarse al mirador sobre la Mota. Ya no existen el jardín ni la casa…. “Y dentro del jardín, su casa, y en ella otra curiosidad no menos digna de notar: que está repartida de tal manera, que la condesa con sus damas no tengan que departir ni que ver, si quieren, con el conde ni sus criados…»
(Portada. Iglesia de la Magdalena. Zamora)
Castillo de Benavente
El autor: el periodista Luis Bello